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Hace poco fue mi cumpleaños. Treinta y siete tacos. Lo celebramos cenando con unos amigos. Me regalaron un libro, Mi Marruecos, de Abdelá Taia.Es un libro breve. De letra grande. Escrito a modo de diario personal. El protagonista cuenta retazos de su infancia en una localidad a las afueras de Rabat. Son capítulos cortos. Y entre todos configuran un lienzo de Marruecos. Religión. Tradición. Gastronomía. La importancia de la familia. Las relaciones sociales. Las festividades. El Hammam. La homosexualidad.
Me ha sorprendido la gran atracción que siente la gente por el mundo esotérico a pesar de que sea haram (prohibido por el Islam). Hay infinidad de supersticiones (si sientes picazón en la mano significa que recibirás dinero en breve), creencia en los djinns (seres sobrenaturales que pueden ser genios o demonios. No tires agua hirviendo en el fregadero, vaya a ser que quemes a uno y luego se vengue de ti), el mal de ojo (imprescindible acudir a un fakih–curandero- para que lo desactive), los amuletos para atraer la buena suerte, los brujos (que te ayudan a conseguir marido), los adivinos…
A-DI-VI-NOS
Yo quiero. Quiero ir a un adivino.
Consigo dar con uno. Es una mujer. Vive en el barrio de M’sallah. Muy cerca de mi casa, a sólo cinco minutos andando. Próximo y, a la vez, lejano. Distinto. Si no lo conoces es fácil perderse en él. Sólo es posible acceder a pie. Lo forman un sinfín de calles y callejuelas. Estrechas. Con pendientes pronunciadas. Escaleras mal hechas. Está lleno de pequeños comercios donde venden de todo. Ropa, calzado, artículos de peluquería, fruta, pollos, material escolar... A esta hora hay mucha gente andando arriba y abajo. Las viviendas son viejas y los materiales de poca calidad. En M’sallah vive gente humilde. Pero no es un barrio marginal ni conflictivo.
Son las seis de la tarde y cae una llovizna fina de esa que te cala hasta los huesos. Me acompaña una chica. La sigo como puedo con mi paraguas. Imposible andar a su lado. Llegamos a la calle principal. La arteria comercial del barrio, que lo cruza entero de arriba a abajo. En la esquina nos espera otra mujer, la que conoce a la adivina y nos guiará hasta su casa.
He de reconocer que estoy algo nerviosa. No sé qué me voy a encontrar. Repaso mentalmente las frases que he pensado. En árabe. El trío de toda la vida. Salud, amor y dinero. Nos cruzamos con unos chicos que me miran curiosos. Me hago la distraída. Hemos llegado.
Entramos en un portal. A pesar de ser una vivienda sencilla, las escaleras están limpias y bien iluminadas. Hace poco que han pintado las paredes y el blanco todavía conserva su dignidad. Subimos un par de pisos. La mujer llama a la puerta. De nada sirve arrepentirse ahora.
Nos abre una chica. No le pongo más de doce años. Vestida con ropa occidental y el pelo suelto.
El interior es el de una casa cualquiera. En el salón hay un hombre viendo la televisión y otra chica más. La adivina (no sé por qué la identifico rápidamente) nos hace pasar a otro cuarto. Una vez dentro cierra la puerta con llave. Para que no nos molesten, dice.
Doy un barrido rápido. Impulsivo e inconsciente. No encuentro nada especial. Ni en ella ni en el lugar. No hay decorado, atrezzo ni vestuario. Todo es de lo más anodino. Es el típico saloncito marroquí donde mirar la televisión. Las cuatro paredes cuentan con sofás.Los cojines son de terciopelo. No hay mesa ni otra decoración.
La adivina tampoco es nada del otro mundo. Ni tuerta, ni desdentada ni tan siquiera tiene una triste verruga o un pelo en el mentón. Es una mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Viste pantalón de chándal y jersey de punto. En la cabeza lleva un pañuelo. Pero no del tipo tradicional. Ella lo lleva anudado como suelen hacerlo las africanas. En plan cómodo. Ni rastro de maquillaje o joyas.
Enciende una barrita de incienso y coge su baraja de cartas. Como la española de toda la vida. Con la única diferencia que estas son más pequeñas. Y algunas están marcadas. Me pregunto con qué fin. Nos sentamos frente a frente. Me dice que me coloque la baraja en el corazón. Por una milésima de segundo tengo qué pensar dónde lo tengo. Me hace una señal para que se lo devuelva. Lo hago y comienza a colocar las cartas allí mismo. Encima del sofá, a pelo.
La miro expectante. Ella interpreta su papel. Habla y habla sin parar. Lo hace muy rápido. Mis nociones de árabe son muy rudimentarias. Me cuesta seguirla. Pero la mímica siempre ayuda y nos servimos de ella.
Mi marido me quiere. Dime algo que no sepa. El dinero nos entra a raudales. Pues no sé dónde se esconde. Mi padre me adora. Faltaría más. Mi suegra tiene un corazón muy grande. Ahí estoy de acuerdo. Pronto cambiaremos de coche. Nos acabamos de comprar uno, que potra. Mis hijos están estupendos. ¿Estaría yo aquí si no lo estuvieran? Mi marido habla mucho por teléfono. ¿De verdad que eso sale en las cartas?Hay un compañero en el trabajo que no tiene buenas intenciones con él. Es negro. Claro. Claro. Negro, malo. Yo trabajo en un lugar importante. Ahí te has pasado. No tienes ni puta idea.
Qué aburrido. Qué decepción. Esperaba otra cosa. Más pimienta. Algo de drama. Un poco de tragedia. Algún escándalo, una defunción, una venganza, un reencuentro, algo. Todo es tan edulcorado que me deja indiferente.
En un momento de verborrea indescifrable me distraigo mirando el sofá. Justo pasa por allí un insecto (que no sabría catalogar, parecido a una cucaracha pero sin serlo). Nos separan unos cinco centímetros. Desvío la mirada. Me fijo en la adivina y ella echa el telón.
Antes de irme confiesa que, también, es curandera. Si alguna vez te duele algo, llámame, dice. Y me suelta un rollo sobre un ritual que se hace con agua de mar y no sé cuántas cosas más.Muy educadamente declino su oferta.
Le pago. Son cinco euros. Más barato que ir al cine. Me da su tarjeta. La miro. Parece un catering de dulces marroquíes. Ante mi cara de asombro me explica que su marido se dedica a la repostería. Y añade, en esta casa trabajamos los dos. Trabajar, trabajar, lo que se dice trabajar…
Salimos a la calle. Le doy las gracias a la chica que me ha acompañado. También a su amiga. Me despido de las dos. Pero no quieren dejarme marchar.
—Conozco el camino —les digo —no os preocupéis.
Ellas se miran. Sonríen pícaramente y me contestan que en esta zona hay gente que no es muy buena. Así lo dicen, no muy buena. A mí no me lo parece pero no consigo hacerlas cambiar de opinión. Me rindo a su insistencia y les agradezco la compañía.