J.A.
Mira la luz blanca que le quema los ojos. De uno de ellos nace una araña que crece al trasluz. Ese pequeño bicho gris se hace gigante en su retina y ya no puede leer bien, ni morder las letras mientras musita las sílabas de la noche que se regodea como una babosa seca.
Una idea de lo que no es, de lo que aún le falta, le está carcomiendo las tripas. Y es tarde. El cielo se nubla y su corazón se estrecha en un espasmo repentino. De detiene de golpe. Sabe que sólo existe una luna; puede morirse y nada le importa. Nada más importa.
Afuera la ventana es un cencerro de lamparitas con ovejas.
Mira la luz blanca que le quema los ojos. Ahí donde muere la araña tejiendo. Ella deja un camino de polvo. Una hormiga rota, una pizca de sal en el horizonte de tiempo y de arena.
Una certeza de lo que no es, de lo que no tiene ni tendrá, lo mantiene despierto y prisionero. Lo mantiene tuerto. Ya no le quedan cartas en el mazo para aliarse con la suerte de los ambiciosos, desesperados, maniáticos de lo instantáneo.
Podría haberse convertido en un croto silencioso, pero eligió ser loco y ciego. No puede ver detrás de las palabras y sólo recuerda los gestos. Anda con un anotador mirando las sombras del resto.
Ahora las voces penetran la puerta de calle, dos adictos al paco, una falsa médica alcohólica pidiendo plata, un vigilador, dos perros rompiendo bolsas de consorcio. El cadáver de un gato amarillo descuartizado por cinco palomas obesas.
Y esa luz blanca que quema los ojos.
La gris araña trepa por la boca de su vientre y estalla.
Quizás tenía que ser así.
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