Revista Cine
Y una oportunidad única bien aprovechada.
Una oportunidad servida en bandeja por el destino risueño a diversas personas que se hallaban en París en el año 1957.
Louis Malle acababa de ganar un Oscar y La Palma de Oro de Cannes por su trabajo conjunto con Jacques Cousteau en un documental y a pesar de contar tan sólo con veinticinco años su salud le aconsejó apartarse de condiciones extremas de rodaje, con lo cual el joven se empeñó en rodar su primer largometraje de ficción.
En los círculos parisienses de finales de los cincuenta del siglo pasado había un hervor cultural que por una parte clamaba por la independencia cultural y por otra se desvivía analizando minuciosamente todo aquello que llegaba de los U.S.A. especialmente música, literatura y cine: este último además provenía en su parte más interesante de manos europeas pues gran parte de los directores que triunfaban en Hollywood mediado el siglo pasado habían cruzado el Atlántico huyendo de contiendas estériles y sangrientas.
El género que rápidamente se bautizó como cine negro ofrecía claras dependencias formales con un cine europeo expresionista casi extinguido en la segunda posguerra y fue en Francia donde como resultado de esa extraña dependencia cultural se produjo un efecto boomerang y tanto los literatos como los cineastas se lanzaron con cierto frenesí a intentar recrear su propio "noir".
Malle se decidió por trasladar a la pantalla una novela de Noël Calef que el mismo autor ya había empezado a preparar como guión cinematográfico (no en vano había participado en tres rodajes anteriormente) y atendido el resultado final probablemente Malle, recabando la colaboración de Roger Nimier, aligeró el texto y suprimió muchos diálogos de la que sería al cien por cien su primera película, titulada Ascenseur pour l'échafaud (1957) (Ascensor para el cadalso).
La trama consiste en la conspiración de dos amantes, Julien y Florence, para asesinar al esposo de la mujer; cuando el asesino está pronto a reunirse con su amante, deja su coche abierto en la calle y vuelve al lugar del asesinato quedando encerrado en el ascensor; aprovechando el descuido, una pareja de jóvenes, Louis y Véronique, se apropian del vehículo y acabarán asesinando a dos turistas dejando rastros que imputan a Julien, ignorante de todo.
En algo menos de hora y media el "novato" Louis Malle sabe contar en su ópera prima una historia que contiene elementos de interés cinematográfico perdurables: el asesinato perpetrado por Julien con aparente perfección simulando un suicidio será alterado por circunstancia cotidiana imprevista, esa coincidencia que rompe un ritmo adecuado; el intento de subsanar el pequeño error producirá la inmediata privación de libertad al quedar encerrado en el ascensor, también por causa excepcional.
De la mecánica criminal aparentemente perfecta pasamos sin transición a la claustrofobia del cubículo movedizo mientras la pareja joven hace carreras por la autopista con el coche hurtado y la amante Florence se debate en su soledad desesperada buscando a su querido Julien en la noche parisina callejeando bajo la lluvia.
Malle nos presenta por medio de una trama que aparentemente se ciñe a conceptos clásicos del cine negro y de suspense un poema trágico de la fatalidad. En el fondo, la historia sigue siendo confortable éticamente porque el mal acabará siendo castigado por la coincidencia de elementos de azar adverso que se irán desgranando lentamente aprisionando a los protagonistas: es interesante que el delinquir de la alocada pareja joven en una fuga al aire libre, a toda velocidad, contraste con la forzada quietud de Julien dentro del ascensor y el deambular caótico de Florence en busca de su amado, prisionera también ella de la falta de libertad de él. Los crímenes de unos perjudicarán a los otros: Malle no puede en aquella época presentar un final adecuado a la historia: deja en situación risible la decisión de suicidio de Véronique y Louis y tampoco se atreve a rematar con mayor firmeza la tragedia de ese "amour fou" entre Julien y Florence.
Jeanne Moreau no era ninguna desconocida en 1957: más bien era una famosa actriz de teatro que todavía no había dado con el papel cinematográfico que pusiera sobre la pantalla todas sus virtudes: al aceptar el trabajo que le ofreció el joven novato Louis Malle, la gran Jeanne demostró un buen olfato, porque su interpretación quieta, musitada, poderosa y sentida de Florence es una de las bazas de la película, por encima del buen trabajo de Maurice Ronet como Julien.
Louis Malle tuvo el acierto de recabar la colaboración del camarógrafo Henri Decaë que supo retratar tanto los agobiantes interiores como los tristes exteriores con una iluminación perfecta, adecuadísima en todo momento, experimentando con acierto en las emulsiones del soporte de extrema sensibilidad jugando con el "grano" y dando veracidad y naturalidad a los paseos nocturnos de una película que, habitando la llamada Ciudad de las Luces, se desarrolla prácticamente en una intensa vigilia de viernes a sábado finalizando el domingo.
Cuando el montaje estaba prácticamente acabado, a finales de 1957, se produjo la última circunstancia con una doble oportunidad más: Louis Malle supo que había llegado a París Miles Davis y, aficionado como era al buen jazz, inmediatamente pensó que sería una buena idea ponerse en contacto con Miles y solicitarle que compusiera la banda sonora.
Miles acababa de aterrizar en París solo sin su anterior grupo al que había despachado dando excusas increíbles tales como afición a consumir alguna droga legal e ilegal: lo cierto es que en una de sus primeras huidas hacia adelante el genio del jazz se vino a Europa acompañado únicamente de su trompeta: en París le recibieron como a un ídolo y de inmediato halló un grupito con el que preparar unos cuantos bolos: en un café de Montparnasse estaba René Urtreger tocando su piano con Barney Wilen al saxo tenor y Pierre Michelot al bajo cuando de repente vio corporeizarse el póster que tenía en su habitación:
Miles Davis estaba en la barra escuchándole y apenas tuvo tiempo de atragantarse el bueno de René cuando ya Miles estaba sacando de debajo del abrigo su trompeta y se ponía a improvisar: son esos milagros del jazz.
Jean-Paul Rappeneau era un buen amigo de Louis Malle que además tenía entrada en el círculo de Boris Vian, cuya musa, Juliette Greco, se enamoró perdidamente de Miles Davis al que trataban a cuerpo de rey reconociéndole el genio que ya tenía. Rappeneau puso en contacto a Malle con Davis y éste pidió un proyector con la película y un piano en su habitación del hotel. Al cabo de dos semanas, Davis llamó a rebato al grupito de René Urtreger al que se unió el estadounidense afincado en París Kenny Clarke, estupendo batería, y se trasladaron un atardecer a un estudio en el que, sin previo aviso, se proyectaban escenas de la película frente a los músicos que improvisaban la sección rítmica sobre la que la trompeta de Miles Davis exhala quejidos de soledad y desesperación, de misterio y pasión, mientras la estrella de la película, Jeanne Moreau, les servía copas en un mini-bar que ella misma atendía.
El resultado es mucho más que una banda sonora convencional: es una simbiótica representación musical que nace de la inspiración de un genio mientras está viendo la película: más que una improvisación jazzística la impregnación de un aliento vital que ya viajará por siempre unido a las imágenes que complementa de forma única en una promiscuidad de artes pocas ocasiones conseguida con tal belleza.
Davis consiguió descubrir un camino nuevo en el que dejar la impronta de su genio y Malle obtuvo la guinda perfecta para su ópera prima. Esa fusión entre jazz y cine permanece como ejemplo de atrevimiento artístico mezcla de laboriosa planificación e inspiración espontánea. Imperdible para cualquier cinéfilo melómano.
Vean, si les place, los títulos de crédito.
p.d.: Dedico esta entrada a la memoria de Rosa gracias a la que empecé a entender cómo trastear la plantilla de este bloc de notas que hoy, ante su reciente partida, sabida a partir de Vagabundia, está triste.