Revista Cultura y Ocio
Aurelio Major me ha invitado a cenar esta noche en su casa con otros amigos del mundo literario barcelonés. Hay algo muy mexicano en esta hospitalidad poética, aunque se desarrolle en Barcelona: recuerdo haber participado en diversos desayunos, comidas y cenas —los agasajos se extienden a todas las horas del día— en las casas de otros escritores cuando estuve en México. Acudo a la cita con Jesús Aguado, que también ha sido invitado, y que me espera a la puerta de la casa de Aurelio, un noble edificio en el barrio de Gracia. No hace mucho que conozco a Aurelio, pero nuestra conexión ha sido feliz desde el principio. Ahora que tanta gente a nuestra alrededor quiere desconectarse, es un placer continuar estableciendo vínculos con personas de inquietudes similares. Aurelio ha seguido una trayectoria intelectual admirable: es editor, traductor, antólogo y, aunque él mantenga este último aspecto casi en secreto, poeta. Yo lo conocí hace algunos años ya, aunque todavía no personalmente, gracias a su espléndida traducción de Briggsflatts y otros poemas, del inglés Basil Bunting. En aquel momento aún no sabía que citaría la poesía de Bunting —y, por lo tanto, el trabajo de Aurelio— en mi tesis doctoral, dedicada a un poeta español, Basilio Fernández, que había sido amigo de Bunting en Italia. Luego he disfrutado también de su antología de Edmund Wilson, el crítico estadounidense, autor del imprescindible El castillo de Axel. Y, por fin, me he atrevido a pedirle que prologara mi propia recopilación de reseñas y artículos críticos, La disección de la rosa, publicada recientemente por la Editora Regional de Extremadura, cosa que ha hecho con prontitud y amabilidad excesiva. Como era de esperar, el piso de Aurelio y su mujer, Valerie, dedicada asimismo a la literatura, y coeditora, con Aurelio, de la revista Granta en español, está lleno de libros. Pero me sorprende que estén tan ordenados, y no porque crea que sean personas desorganizadas, sino porque es muy difícil, para cualquiera, albergar una biblioteca de estas dimensiones sin que se desmande; yo, desde luego, apenas lo consigo. Pero Aurelio me confiesa un truco: cada año hacen limpieza. Así mantienen en casa alrededor de 6.000 volúmenes, lo máximo que los estantes, y ellos mismos, pueden gestionar. Es una medida razonable, aunque otros escritores la aplican de forma mucho más draconiana. A Eduardo Mendoza, por ejemplo, le he oído decir alguna vez que se ha prohibido que en su biblioteca personal haya más de 50 libros. Si quiere quedarse con uno más, ha de desprenderse de otro: así mantiene domeñado al monstruo. Pero yo me imagino el sacrificio terrible que supondría para mí deshacerme de todo cuanto he acumulado en una vida como lector y quedarme solo con 50 volúmenes, y me entran escalofríos. Mendoza, por el contrario, parece haberlo hecho con rigor de astrofísico de Cambridge. (Con Mendoza, por cierto, me voy encontrando en lugares extraños del mundo. Lo vi una vez asistiendo a una representación del Lazarillo por Rafael Álvarez el Brujo en la sala Villarroel de Barcelona: rifaban un jamón en el entreacto y le tocó a él; lo celebró, desde su asiento, agitando piernas y brazos en el aire. Y antes de venir a Barcelona por navidad, lo vi esperando el autobús en King's Road. Esta vez estaba absorto y no le había tocado ningún jamón). A la cena acuden también Alfonso Alegre y Victoria Pradilla, a los que había visto por última vez en la lectura en homenaje a Octavio Paz que comisarió Aurelio en Barcelona hace algo más de un año. Tras el aperitivo en un salón presidido por una hermosa, enorme y extraña mesa entrelazada de madera y hierro —no es una mesa, en realidad, sino, cree Aurelio, una plataforma para transportar imágenes, como en los tumultos religiosos de Andalucía—, pasamos al comedor, donde seguimos charlando. Alfonso y Victoria nos cuentan que muchos papeles y obras del pintor y poeta Albert Ràfols-Casamada, fallecido en 2009, aparecieron desperdigados, por lamentables azares hereditarios, en los Encantes. Es curioso que la Generalitat no interviniera, con la diligencia necesaria, para rescatar el legado de un artista insigne a quien había otorgado la Cruz de Sant Jordi en 1983. La incuria de las administraciones en España por sus creadores es proverbial. Jesús, que ha vivido muchos años en Benarés, nos habla de sus trabajos y traducciones en la India, y Aurelio nos enseña, de su biblioteca, algunos de los libros que patrocinó Jesús en el país asiático. Este también me reprocha, cariñosamente, que dijese en una entrada anterior de mi blog que lo había visto a él "y a una amiga" en una librería de Barcelona. Al parecer, varias personas se habían mostrado muy interesadas por saber quién era esa "amiga" y qué relación mantenía con ella. La respuesta a esta segunda pregunta es sencilla: si era "una amiga", solo podía ser de amistad. Me complace comprobar que la gente lee mi bitácora, pero constato también que está ávida de chismes. Sin embargo, la cordial reconvención de Jesús me hace reparar, una vez más, en lo delicado de hablar de otras personas en un diario, y me recuerda algunas situaciones difíciles e incluso funestas en las que me he encontrado por hacerlo. Creo saber lo que se puede decir y lo que no (una bitácora no es un ejercicio de sinceridad, como irreflexivamente se cree, sino de desvelamiento controlado; la sinceridad está sobrevalorada), y procuro ser siempre prudente con mis relatos, pero a veces es casi inevitable cometer algún desliz. Hace poco, por ejemplo, incluí en una entrada que hablaba de una visita al campo un suceso truculento cuyos protagonistas habían muerto asfixiados accidentalmente cuando estaban adulterando, y la persona, muy querida, que me había contado el caso me escribió, alteradísima, para decirme que por favor lo borrara, porque aquello era muy pequeño, allí se conocían todos, y mi relato (breve, entre paréntesis, sin un solo nombre propio ni referencias concretas que permitieran identificar a los difuntos a nadie que no los conociera ya) podía herir a muchas personas, amigas, familiares o conocidas de los interfectos. Yo eliminé enseguida el excurso, pero me quedé pensando en la naturaleza mágica que para algunos —probablemente, también para mí— todavía tienen las palabras. En la cena hablamos asimismo, por una de esas sinuosas conexiones que se establecen entre temas cuando la conversación fluye con libertad, de las relaciones paterno-filiales de los escritores. Aurelio menciona el caso del argentino Abel Posse, que narra en Cuando muere el hijo el suicidio del suyo y las terribles evidencias que alumbró. Yo recuerdo Mortal y rosa, el gran libro de Francisco Umbral ("el único libro de Francisco Umbral", puntualiza Aurelio con alguna maldad), y el caso escalofriante de mi literariamente admirado, aunque personalmente despreciado, César González-Ruano -"el vil Ruano", según Juan Bonilla-, que despacha el fallecimiento en el suyo con una entrada en su diario —o en sus memorias, ya no lo recuerdo bien—, y que remata contando que su compañera y él salieron aquella tarde por Madrid para comprar un marco en el que poner una foto del niño muerto. La charla sigue por derroteros cambiantes, como debe ser, y hablamos a continuación de la escasa presencia de mujeres escritoras en los compendios y antologías, y, en general, en la recepción y los cánones de la literatura. Valerie defiende la necesidad de romper las inercias culturales que nos orientan, a menudo, y esto es lo más grave, sin que nos demos cuenta, hacia la creación masculina: hemos de obligarnos todos a girar el pescuezo y mirar a esa otra mitad de la humanidad que está escribiendo, en muchos casos con brillantez desdeñada. Alfonso, por su parte, confiesa que el único país donde ha tenido la sensación de que no había de justificarse ni explicarse por hablar de poesía, por dedicarle a ella su atención y su amor, es Portugal. A mí, le digo, eso me ha pasado en algunos países hispanoamericanos, como Colombia o Venezuela, y a Jesús, en la India. Hay más lugares de los que creemos en que la poesía sigue siendo un hecho vivo y un valor social. No España, desde luego, donde su presencia, si le queda alguna, se ha institucionalizado, es decir, se ha fosilizado. Pero no solo de diálogo vive el hombre. Aurelio se complace en enseñarnos un ejemplar de la traducción de Sendas de Oku de Octavio Paz, autografiado por este —Paz tenía la letra redonda y clara, artística—, que todos contemplamos con admiración, y otro de la primera edición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo, que yo examino con devoción aún mayor: es un libro grande como una revista, cuyas ilustraciones, del propio Girondo, conservan una nitidez extraordinaria: parecen impresas ayer. A Victoria el libro, por su tipografía y su tamaño, le recuerda a los que publicaba Foix. Se me vienen a la cabeza los elogios que Ramón Gómez de la Serna dedica a Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, que él leía en los tranvías de Madrid. Tocar un volumen así, más allá de su calidad literaria, que es mucha, tiene para los fetichistas como yo un valor especial: es como acariciar la historia, como palpar una piel admirada. Las horas, como siempre que un encuentro es feliz, pasan volando y, antes de que me dé cuenta, ya son casi las dos de la madrugada. Estoy a punto de perder el último tren a Sant Cugat. Me despido con un abrazo de todos y salgo con alguna prisa; Jesús se marcha conmigo. Pero la noche aún no ha acabado de regalarme sorpresas: justo delante de la entrada a la estación de los ferrocarriles de la Generalitat en Gala Placidia, en plena calle, un hombre se la está chupando a otro hombre. Yo dejo a la afanosa pareja a la espalda, pero pienso que lo primero que verán los que salgan a esa hora del tren será una felación homosexual. No está mal como bienvenida a Gracia.