Los Rolling Stones en Tánger.
Tiene sesenta años aunque no los aparenta. Es enérgica, jovial y habladora. Llega puntual a nuestra cita con un vestido floreado y una americana verde encima. En lugar de pañuelo, en la cabeza lleva puesto un divertido sombrero de paja con un lazo negro. Se nota que le gustan las joyas, luce varias: grandes perlas en las orejas, collar de diseño en el cuello y anillos en los dedos. Se llama Fátima, es tangerina y si en lugar de persona fuera un objeto, sin duda, se trataría de una enciclopedia. No hay cosa sobre la ciudad o sus habitantes que ella no sepa.
—Cuando yo era pequeña, por allá los años sesenta, en mi barrio había españoles a montones. Pero no de los ricos. Mis vecinos no tenían dinero, habían huido de España a causa de la guerra civil y, aquí, se ganaban la vida como podían. Vivíamos todos juntos. Musulmanes, cristianos y judíos. Recuerdo que en el edificio sólo había un lavabo para todos los pisos. Estaba en el patio, que teníamos lleno de geranios de colores y donde las españolas se sentaban a hacer bolillos. También organizábamos fiestas en las azoteas. Bebíamos y bailábamos hasta tarde. Todavía puedo escuchar a mi madre cantando fandango; te hacía llorar.
Fátima evoca con nostalgia los veranos de su adolescencia. En cuanto salía el sol, las playas de Tánger se llenaban de gente, dice con añoranza. En esa época estaba prohibido bañarse con ropa. Era obligatorio dejarla en las casetas y acceder a la arena en traje de baño. Estaba todo limpio, había duchas, socorristas… También guardias que velaban para que se respetasen las normas. No existía la segregación de sexos que hay ahora. Los jóvenes eran libres. Chicas y chicas estaban juntos, cristianos y musulmanes… todo estaba permitido, incluso la homosexualidad era bien vista.
—Yo era una chica ye-ye pero en mi casa no teníamos caseta propia. Siempre le pedía a alguna amiga que me dejara cambiar en la suya. Las casetas eran todas iguales: de madera, pintadas a rayas blancas y azules y muy, muy estrechas. Sólo podías estar de pie y apenas había espacio para moverte. Cuando terminaba el verano la gente las desmontaba y las guardaba en las azoteas hasta el verano siguiente.
Me habla de las discotecas de su época —de las que hoy no queda ni rastro— y al citarlas le brillan los ojos: Picnic, Claxon, Góspel, Churchil… son tantas que no me da tiempo a apuntarlas todas. Bailábamos el Chachachá, el Twist, el Rock, el Charlestón…, comenta risueña. Fue en una de estas salas de fiestas que Fátima conoció al que sería su marido, un marroquí, veinte años mayor que ella y que por entonces trabajaba como jefe de sala de uno de los locales de moda.
—Mi marido había sido amante de la condesa de Louis de Merón, que a su vez era amiga de Bárbara Hutton y, por eso, ella le invitaba a todas sus fiestas.
Hago un aparte para introducir a esta peculiar señora, Bárbara Hutton, pues aunque americana de nacimiento, pasó en Tánger muchos años de su vida y dejó una impronta que todavía perdura en la actualidad.
Bárbara nació en 1912 en la ciudad de Nueva York en el seno de una familia aristocrática. Su abuelo materno, que no había nacido rico sino más bien pobre —era hijo de granjeros—, cumplió el sueño americano y amasó una fortuna con los grandes almacenes Woolworth. El padre de Bárbara, que era corredor de Bolsa, se trasladó a vivir con su mujer y sus tres hijas a una lujosa suite del Hotel Plaza. Fue allí que la pequeña Bárbara —con sólo cinco años de edad— encontró a su madre muerta. Se había suicidado dejándole una herencia de más de 150 millones de dólares y convirtiéndola en una de las mujeres más ricas del siglo XX. Pero todo este dinero no hizo de ella una persona feliz, todo lo contrario, la suya fue una vida desgraciada. Después de morir la madre, el padre la abandonó al cuidado de institutrices e internados, se casó siete veces con hombres que, en su mayoría, sólo la quisieron por el dinero, perdió a su único hijo en un accidente de avión y murió, drogadicta, alcohólica y arruinada, cuando ya prácticamente era incapaz de levantarse de la cama. Pero antes de eso estuvo en Tánger.
Bárbara llegó a la ciudad a finales de la década de los cuarenta atraída por su extravagancia. Lo primero que hizo fue comprar un palacete donde vivió como una auténtica princesa marroquí, por eso se ganó el apodo con el que era conocida: La reina de la Medina. Bárbara, que era una mujer atractiva pero reservada, insegura y con rasgos de bipolar, organizaba suntuosas fiestas y dilapidaba su fortuna regalando compulsivamente joyas a sus invitados, a los que a veces sólo conocía de una sola noche o ni tan siquiera eso.
—En una de esas fiestas, Bárbara le regaló a mi marido una daga de Cartier. Era de oro, con incrustaciones de diamantes y zafiros. Mi marido la intentó vender pero nadie quiso comprársela. Costaba demasiado. Ella se enteró. Le sentó fatal. Estaba muy dolida y lo hizo llamar. Cuando él llegó a su casa, se disculpó por el desaire pero le explicó que necesitaba el dinero y entonces ¿sabes que hizo ella? Se la compró. ¿Lo entiendes? ¡Le compró su propio regalo! Así era ella... Fíjate si hace años de eso y con el dinero que le dio, mi marido se pudo comprar dos pisos y un Citroën.
Fátima cuenta anécdotas sin parar. Cita nombres, lugares, fechas,… Pero a mí esa época dorada del Tánger internacional no me interesa, prefiero que me hable de la actual. Así que se lo pregunto: Y ahora ¿qué te parece?
—Ahora lloro. A veces voy por la calle y pienso: ¿Dónde estoy? Yo crecí con el árbol de navidad, celebrábamos el cordero pero también íbamos a la sinagoga y a la iglesia. Si hasta me sé el Padre Nuestro… Ahora no me identifico con la gente de la calle, con su vestimenta… Mira, cuando me casé tenía diecisiete años, fui de luna de miel a Bélgica y paré en Sevilla. Recuerdo pasear por el parque con mi minifalda y como todos los hombres me miraban y gritaban: Guapa, guapa. ¡Si es que iba casi desnuda! En esa época en España las mujeres iban tapadas y de negro.
—¿Qué ha sucedido entonces para que ahora sea al revés?
—Cuando Marruecos se convirtió en Estado fue el principio del fin. El gobierno cambió la ley. Para poner un negocio era imprescindible tener un socio marroquí y, poco a poco, los extranjeros cerraron sus chiringuitos y se fueron marchando. Abandonaron casas preciosas; las malvendieron. Algunos se quedaron pero tampoco aguantaron mucho tiempo. Fue un éxodo en toda regla. En veinte años ya no quedaba nada de aquella ciudad internacional. Sólo los viejos, los que ya no podían rehacer su vida en ninguna otra parte, se quedaron en la ciudad.
—Nuestra generación estaba occidentalizada. Estudiábamos árabe pero también francés e inglés. Ahora con los islamistas han cambiado muchas cosas pero, sobretodo, la educación. Sólo se enseña árabe y me da la sensación que es por eso que los jóvenes se han radicalizado. Les comen el coco con lo de la vestimenta, el pañuelo y todo ese rollo sectario. No entiendo nada. No me gusta lo que veo. Preferiría que los jóvenes pudieran vivir como nosotros lo hicimos antes, con libertad. Ahora sólo hay censura, fíjate si no lo que ha pasado con Jennifer López… es penoso.
Y hago otro apunte —éste ya es el último— para hablar de JLo. A quien no presento, porque es mundialmente conocida, aunque no el suceso que ha tenido lugar recientemente y en el que ella es el foco de atención.
Hace unos días se celebró en Rabat el festival Mawazine, el evento musical más importante del país y que este año ha traído a la súper estrella Jennifer López. El concierto es gratuito y se retransmite en directo por la televisión pública marroquí. Hasta aquí, todo normal. Bien. Pues resulta que el Ministerio de Comunicación, con el partido islamista al frente, ha denunciado a la televisión por ofrecer el show de la cantante. A quien acusa de ir casi desnuda, moverse incitando al sexo y utilizar un lenguaje obsceno y soez. Lo curioso es que sentada en primera fila —sin pañuelo— estaba la reina con sus dos hijos y es que, precisamente, el rey Mohammed VI, es uno de los promotores del evenento.
—Estos islamistas lo quieren prohibir todo —se queja Fátima y suspira, —suerte que tenemos un rey moderno que les para los pies…