El lunes pasado me cosieron 2 puntos sobre el nudillo del dedo anular. Entre el tiempo que tardé en ir a urgencias, la piscina del sábado, que no puedo escribir en el ordenador con la férula puesta y que el corte de por si no fué limpio me va a quedar la cicatriz. No me importa, al contrario. Bajo mi clavícula derecha tengo tatuado 金継ぎ (Kintsugi) pero ni siquiera la palabra oficial en katakana sino en simple hiragana. Kintsugi es un método de reparación japones que enfatiza las imperfecciones uniendo las piezas rotas con oro para darle valor a lo antiguo y vivido por encima de lo nuevo y sin estrenar.
En menos de una semana va a hacer 9 meses que soy madre de una criaturita sin cicatrices. Espero que tenga mucho tiempo para hacerse sus propias cicatrices, curárselas y volverse a hacer más. Pero desde su nacimiento que me vienen a la cabeza miles de recuerdos de mi propia infancia, sobre todo mi propia madre. No es que no tuviera memoria antes, pero, por primera vez, empecé a mirar los recuerdos desde el otro lado.
No me pidáis memorizar caras, números, fechas o nombres. Ese tipo de memoria lo tengo completamente atrofiado. Pero tengo la misma memoria que mi padre, esa maldita memoria fotográfica que nos traslada a otros sitios y a otros lugares del pasado de los que ya nadie se acuerda y, con razón, nadie quiere saber.
Entre esos recuerdos, y por culpa del corte, últimamente me viene uno a la cabeza. Yo no debía ser suficientemente mayor como para cenar con el resto y estaba en la mesa de la cocina acabando mi cena, con mi madre cocinando al lado. Por un momento se sentó a mi lado y se miró las manos. O tal vez fuera yo que le señalara su última herida en la mano y le preguntara. Lo que recuerdo es como se miró las manos y me dijo que se había quemado con el fuego, me mostró sus dos manos llenas de marcas antes de volver a levantarse y remover lo que sea que hiciera para cenar esa noche. Veneno venenoso con veneno me respondería si le preguntaba qué era. Con el tono melancólico que la perseguía me dijo que siempre tenía las manos llenas de cortes y quemaduras por culpa de trabajar. Nunca cotizó a la seguridad social, pero era de esa generación que trabajó desde bien joven.
Algo debió hacer clic en mi cabeza porque 30 años después estoy orgullosa de cada una de las cicatrices de mi cuerpo. Kintsugi. Pero el mío propio, el Kintsugi que se escribe en hiragana, ese silabario simple que al principio sólo podían usar las mujeres.