Revista Cine

Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)

Publicado el 21 enero 2019 por 39escalones

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Las historias de detectives ubicadas en la soleada California, en Los Ángeles, en el entorno de Hollywood, en las que los sabuesos se mezclan con la delincuencia de poca monta, el crimen organizado y los descartes humanos del gran negocio de las películas, viejas glorias de la pantalla, jóvenes aspirantes a todo, directores en horas bajas y productores sin escrúpulos, en enrevesadas y violentas tramas sembradas de despojos y cadáveres cuyas ramificaciones terminan por afectar a las mansiones de los ricos y los despachos de los poderosos, casi constituyen un subgénero propio, tanto en la literatura como en el cine. Shane Black retorna a sus orígenes como guionista de la saga Arma letal y recupera el registro de su debut tras la cámara, Kiss Kiss Bang Bang (2005), para construir una “película de colegas”, una buddy movie detectivesca ambientada en los setenta y repleta de acción y humor, en la que la desaparición de una joven y la muerte de una conocida actriz de cine porno acaban entretejiéndose en una compleja trama criminal que implica a la fiscalía, a los políticos y a la industria del automóvil de Detroit.

Puro cine comercial, sí, pero sin perder la gracia y con una encomiable labor subterránea de creación de personajes, de conformación de una dimensión personal bajo la aparente caricatura del bruto gracioso y más bien patético. Ellos son un Russell Crowe bastante envejecido y entrado en carnes, que interpreta a un matón, especializado en ahuyentar a todo tipo de depravados de la compañía de las jóvenes y virginales hijas de los millonarios de los barrios pudientes, que ejerce sin ninguna clase de licencia, y un sorprendente Ryan Gosling (que gesticula, se mueve y hasta resulta cómico), este sí detective privado en toda regla, cuyo lamentable ejercicio de la profesión solo es comparable a lo hilarante de sus clientes (por ejemplo, la anciana que le encarga la búsqueda de su marido, el cual está depositado, en cenizas, en la urna que hay sobre la chimenea…). En ambos, no obstante, pronto descubrimos zonas oscuras que tampoco resultan especialmente originales: uno se obliga a mantenerse abstemio, al tiempo que intenta pasar página del episodio que le llevó a convertirse en un héroe esporádico; el otro se recupera malamente de la muerte de su esposa, tras la que sobrevino el caos vital y profesional y la necesidad de cuidar a su pequeña hija, que se siente sola y desamparada.

Es decir, una intriga que corre en paralelo al proceso de redención de los protagonistas, el juego más antiguo del mundo. Tampoco es novedad que este se reboce de acción y humor. El mérito está en que la película es al tiempo canónica y subversiva en su género: en ningún momento se toma en serio sin dejar de ser seria. La parodia de este cine de detectives se construye sobre la parodia de sus protagonistas, y por ende de los actores que los encarnan. El objetivo no siempre es la risa fácil, sino a menudo la sonrisa que surge cuando esta se disipa, el espectador compende de qué se está riendo realmente y, una vez pasado ese primer efecto, reflexiona sobre la naturaleza seria de la idea de fondo, que no pocas veces descansa en material estrictamente ajeno a cuestiones admisibles en la comedia (la relación de los menores con el sexo o la violencia, por ejemplo). El desenfadado gamberrismo de algunos gags y escenas de acción se combina con unos diálogos afilados e irónicos, a veces disparados como una metralleta. Una historia trivial, en efecto, construida con recursos triviales, que acierta porque reúne el sarcasmo de un Raymond Chandler con el humor visual coreografiado al estilo de Blake Edwards. De fondo, toda una serie de elementos que adornan las historias de misterio ambientadas en los suburbios del mundo del cine: películas, rodajes, productores, directores, estrellas venidas a menos y los juguetes rotos que el ansia de fama y fortuna va sembrando por el camino, siempre dispuestos a servir de presa fácil (o no tanto) a quienes se enriquecen con las migajas que el gran negocio deja caer a su paso. Las consabidas persecuciones y los recurrentes tiroteos, construidos con el vértigo de los planos cortos y rápidos, conviven con inesperadas florituras visuales y estilosos movimientos de cámara (ese que va del sofá del salón a través del ventanal para fijar la atención en el tipo que acecha desde la calle…).

Algo atrancada en el respiro final, justo antes de iniciar el asalto al desenlace, es aquí donde la película, enfocando la solución y el desenredado de la madeja, pierde algo de su frescura y se banaliza en la acción más pura y dura y el lugar común. Las traiciones y los secretos saltan al aire y lo que queda es la mera representación física de cómo los culpables y los conspiradores sufren las consecuencias de sus actos. Como tantas veces ocurre, ahí desaparece el humor, porque no puede haberlo cuando los villanos reciben el oportuno castigo que la moral imperante exige. Una vez finalizada, sin embargo, se saborea el regusto de un trabajo estéticamente muy cuidado, por momentos casi cool, en permanente mezcla con lo cutre, con lo penoso, con lo grotesco. Un encantador ejercicio retro que no deja nada a la improvisación en su recreación de Los Ángeles, años 70, desde los vehículos que circulan por las calles a los anuncios colocados en el arcén (ese gran panel que muestra la publicidad de Tiburón 2, por ejemplo), de la estética hortera discotequera o la abigarrada decoración de interiores. Cine comercial del que no molesta, del que contribuye a desengrasar de las ínfulas “culturetas”, rodado con calidad y con respeto a su público, al que, en primer lugar, y por encima de todo, se le estima por su inteligencia en lo que vale, es decir, buscando su sonrisa cómplice.


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