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Una conciencia que se abre: Raquel, Raquel (Rachel, Rachel, Paul Newman, 1968)

Publicado el 20 octubre 2025 por 39escalones
Una conciencia que se abre: Raquel, Raquel (Rachel, Rachel, Paul Newman, 1968)

En el año crucial de 1968, en plena transformación industrial y creativa del cine estadounidense, el debut tras la cámara del actor Paul Newman puede considerarse un puente entre la era del viejo sistema de estudios y los aires renovadores impulsados por una nueva generación de directores, en buena medida influenciados por los importantes cambios sociales y políticos de su tiempo, por la televisión y, particularmente, por la obra de los cineastas europeos coetáneos, que terminarían conformando esa efímera etapa de madurez y liberación que daría en llamarse Nuevo Hollywood. Alejándose de su imagen de estrella asociada a los grandes proyectos financiados por las majors, con presupuestos bien dotados, repartos de relumbrón, mucho aparato publicitario y acaparadora distribución a escala mundial, Newman apostó por una película modesta, intimista e introspectiva, una elección inesperada para su público pero que revelaba la inusual sensibilidad de un intérprete consagrado que en su primer intento en la dirección dejaba de lado la épica masculina de los títulos que lo habían convertido en un actor cotizado y popular y se decidía por adaptar una novela de Margaret Laurence titulada A Jest of God, la historia de una maestra de escuela de 35 años que vive con su madre en una pequeña y mortecina ciudad norteamericana. La elección de la protagonista, Joanne Woodward (nominada al Oscar por su papel), resulta en este punto determinante, vertebradora. Su actuación es el auténtico centro neurálgico del film y su principal mecanismo de expresión. En su personaje hay miedo y fragilidad, pero también dignidad, resistencia, hambre, rebelión. Su interpretación huye de los tópicos melodramáticos y opta por la intensidad contenida que se apoya en lo gestual más que en lo verbal, silencios y miradas, emociones que no necesitan ser explícitas para transmitir y conmover. El mapa completo de la vida interior de una mujer, aspecto que hasta entonces era materia prácticamente ignorada por el cine estadounidense, que hace que el retrato individual de Rachel Cameron se erija en un símbolo colectivo, la encarnación del malestar y el orgullo de toda una generación de mujeres educadas para complacer, sin capacidad ni derecho a tomar sus propias decisiones, sujetos subordinados que precisamente en esa segunda mitad de los años sesenta elevaban la voz para reivindicarse, manifestarse y lograr pleno reconocimiento.

Rachel vive sumergida en la inercia de la rutina, la soledad y la represión emocional. Soltera, sin hijos y sin ambiciones, ha aprendido a aceptar el lento y monótono vacío de una cotidianidad que transcurre entre las interminables exigencias de su madre y los tiempos y rituales marcados por las estaciones del año, su limitada vida social y el calendario escolar. Sin embargo, un chispazo lo cambia todo: el reencuentro casual con un antiguo compañero de colegio despierta en ella toda una ola de deseos y fantasías latentes, una curiosidad, un ánimo y una ilusión por la vida que hay más allá de las cuatro paredes de su cuarto y de los muros de la escuela que hacía tiempo que tenía olvidados, abandonados, relegados a un oscuro y remoto apartado de su ser. A partir de este hecho mínimo, el guion de Stewart Stern construye un retrato de una precisión emocional y psicológica extraordinaria, el de una conciencia que renace, el de una mujer que resucita. En la película importa menos lo que sucede en términos de argumento que cómo lo vive, lo asimila, lo teme o lo rehuye la protagonista. La película se zambulle en el territorio de lo invisible, se interna en el pensamiento, en el silencio, en los impulsos reprimidos y los deseos frustrados que habitan en el día a día, y el rostro de Joanne Woodward marca las coordenadas (en este aspecto, destaca el uso que hace Newman de los primeros planos de la actriz, la exploración de pequeñas, casi imperceptibles variaciones de expresión que lo comunican todo). La narración se articula desde su perspectiva, acompaña sus reflexiones y monólogos interiores, sus recuerdos, sus anhelos, a través de una estructura que salpica su lógica temporal con una combinación de flashbacks y brotes de imaginación, de ensoñación. Más naturalista que el cine de estudios inmediatamente anterior, Newman se interna en el terreno de cineastas europeos como Bergman o Antonioni en cuanto a la reflexión sobre la soledad y la alienación en clave existencial, pero lo hace de un modo más cálido y tierno, más emocional que intelectual y analítico. El tono general es contenido, íntimo, sin artificios, de una belleza sencilla y sincera pero contundente, centrado en el rostro de Rachel, en la delicadeza elocuente de los gestos, las miradas desviadas, las respiraciones entrecortadas, las sonrisas apenas esbozadas o las lágrimas acumulándose en sus ojos, sutiles instrumentos de revelación de un mundo interior de dudas, incertidumbres, encrucijadas y titubeos imposible de expresar con palabras.

La principal virtud de la película reside en este continuo ejercicio de economía narrativa y contención emotiva de tintes suavemente poéticos. La sobria y meticulosa dirección de Newman, atenta a los pequeños matices, a la lectura entre líneas, a las sugerencias e insinuaciones, nunca subraya ni cae en el sensacionalismo sentimental, en la sensiblería hueca del melodrama tradicional de grandes conflictos pasionales con poca sustancia real, denotando una capacidad de observación y un dominio del lenguaje impropios de un debutante. Los instantes retrospectivos no se limitan a cumplir una función informativa para el espectador, sino que alimentan ese puzle de identidad truncada que es Rachel (los ecos de su infancia; el recuerdo de un padre autoritario y dominante, ya fallecido: la represiva educación religiosa…; el daño de esa combinación de elementos en la mujer que ahora intenta superar para conocerse y vencerse a sí misma), fragmentos de una identidad incompleta, piezas sueltas de una personalidad que busca un nuevo sentido, un impulso. La fotografía de Gayne Rescher contribuye a esta recreación de un mundo interior atormentado y en lucha merced al uso de una luz suave y difusa que envuelve a Rachel en un velo melancólico que contrasta con los tonos apagados del entorno, reflejo de su universo estancado. Una decisión algo austera en lo visual que, sin embargo, resulta coherente con el sentido de la película, que no es otro que evidenciar el contradictorio y tormentoso mundo interior y la revolución emocional que vive la protagonista, a la que en ningún momento se juzga, a la que no se compadece, a la que, simplemente, se intenta comprender. Ni víctima ni heroína, simple mujer común reducida al papel que las tradicionales convenciones sociales y familiares de su tiempo establecían para ella y su generación, convertida en una anomalía por su condición de soltera sin hijos, Rachel es portavoz de un nuevo tiempo en contraste con el mundo inmóvil de la ciudad vulgar y anónima en la que vive, un microcosmos de calles vacías, de habladurías, miradas oblicuas, espacios estrechos, conversaciones aparentemente triviales y anodinas que encierran una vigilancia escrutadora, a la vez censura y condena, un ambiente de opresión implícita levantada sobre el silencio acusador. Esta perspectiva particular, alejada de la militancia o del discurso abiertamente ideológico, alcanza, paradójicamente, una proyección mayor y un sentido político global.

Paul Newman, en la primera piedra de una filmografía como director de media docena de títulos de variada calidad pero siempre interesantes, acierta al separarse de los clichés del melodrama, de los estereotipos femeninos del cine clásico americano, de aspectos manidos como la redención a través del descubrimiento del amor verdadero, de cualquier tentación de idealización romántica, y pone el foco en el personaje principal, en su toma de conciencia, en la experimentación acelerada del placer, la culpa y la revelación de su propia intimidad, del descubrimiento de su autonomía, que la llevan a una nueva percepción de sí misma, al autoconocimiento, a un nuevo yo independiente, autosuficiente, a la liberación. Un viaje personal entre la represión y la esperanza, un retrato del despertar, tardío e imperfecto, sufrido y ambiguo pero luminoso y revelador, de una mujer que aprende que hasta del aburrimiento de una vida cualquiera puede surgir la oportunidad de la libertad.


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