Revista Cultura y Ocio

Una confesión póstuma, de Marcellus Emants

Publicado el 17 enero 2014 por María Bertoni

Una confesión póstuma, de Marcellus EmantsLa nacionalidad holandesa del autor, la fecha de publicación de la obra, la historia de la traducción al castellano convierten a Una confesión póstuma de Marcellus Emants en un libro irresistible antes mismo de que lo leamos. De hecho, el primer dato nos invita a revertir nuestro escaso -por no escribir ‘nulo’- conocimiento sobre literatura neerlandesa; el segundo nos desafía a evaluar la vigencia de una historia escrita a fines del siglo XIX; el tercero supone un fenómeno infrecuente en el rubro editorial argentino, tan acostumbrado a importar traducciones hechas en España o México.

La editorial responsable, Fiordo, pulió el trabajo del compatriota Diego Puls con los mismos retoques de (re)estructuración y puntuación que el sudafricano John Maxwell Coetzee le hizo a la prosa original cuando la tradujo al inglés décadas atrás. Además de ahorrarnos los sinsabores de las versiones publicadas en un castellano que nos resulta artificioso, esta decisión contribuye a reforzar la ilusión de contemporaneidad que el libro provoca 115 años después de su primera aparición.

Así como Arturo Ripstein reencarnó el espíritu de Emma Bovary en una ama de casa mexicana del siglo XXI, algún otro director bien podría transplantar a Willem Termeer (o a una suerte de alter ego) en terreno actual. De hecho, ambos personajes comparten una mirada crítica muy similar sobre la sociedad burguesa, que el paso del tiempo no consiguió erosionar y que por lo tanto se mantiene vigente en tiempos de neoliberalismo global.

La recontextualización cinematográfica sería menos trabajosa con esta publicación pues el autor holandés parece adelantarse a su época con una prosa menos florida que la de sus colegas decimonónicos en general y la de Gustave Flaubert en particular. También con cierto ejercicio de autorreferencialidad que el público actual suele celebrar, y que en el libro aparece, por ejemplo, cuando Termeer recuerda que asistió al teatro para ver una obra de… Marcellus Emants, contra la que dispara un par de dardos.

Dicho esto, el relato en primera persona del singular es la característica que más convoca en este nuevo milenio especialmente afecto a los confesionarios, sobre todo cuando alientan la revelación de secretos sucios, relacionados con alguna falta difícil de perdonar. Sin dudas, éste es el caso de Willem que -lo anuncia en el primer párrafo de su testimonio extenso- asesinó a su esposa e intenta explicarnos porqué.

Atención, ésta es la confesión, no de un psicópata ególatra, sino de una mente neurótica que mata porque entiende que ésta es la única manera de escapar a una existencia asfixiante. En este punto vuelve a irrumpir el antecedente de Madame Bovary, con la diferencia de que Emma termina atentando contra su propia vida, y no contra la de su marido.

Como la criatura de Flaubert, Termeer también se obsesiona con el ideal de felicidad que promueve la sociedad burguesa. Ambos personajes se sienten atrapados entre la fascinación por aquella promesa y la amarga convicción de que les faltan las virtudes y la fortuna (mezcla de suerte, dinero, contactos) necesarias para concretarla.

Aunque perfectamente trasladable a nuestro aquí y ahora, Una confesión póstuma nunca abandona su condición original de retrato de la pequeña burguesía holandesa -y por carácter transitivo, europea- a fines del siglo XIX. En este sentido, el libro de Emants también evoca algunas de las observaciones que el alemán Max Weber desarrolló años después en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, con notable rigurosidad académica.

No deberían temer los lectores que asocian la narración en primera persona a una indigesta conducta ombliguista. A un siglo de distancia, Una confusión póstuma se caracteriza por seguir abriendo ventanas más allá del claustrofóbico ejercicio de mea culpa. De ahí el interés filosófico, sociológico, histórico de este clásico de la literatura neerlandesa.


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