Que todos los caminos conducen a Roma es bien cierto. Éste viaje comenzó a fraguarse en mi cabeza cuando regresé de Sicilia, el verano pasado. Me había quedado tan impactada tras ese primer contacto con Italia, con ese trocito del país al sur, tradicional, anclado en el pasado y sucio, que pensé "la capital ha de ser otra cosa, la Ciudad Eterna, hogar de emperadores y de Papas". Y a pesar de que dudamos y mucho, y de que cuatro semanas antes intentamos anular el viaje por circunstancias que no vienen al caso, Roma nos esperaba. Así que a principios de mes he pasado cinco días allí. El frío ha sido considerable, que no temible, pero sí lo suficiente como para poder decir que esta vez he vuelto de Italia sin probar ni un solo helado. Los autóctonos no los perdonan, los van comiendo por la calle, aunque el mercurio marque cinco grados.
Aquí me atrevo a decir que la Plaza de San Pedro no me impresionó tanto como en las imágenes cientos de veces contempladas (Mussolini tiene gran parte de culpa, pues el Duce rompió la armonía de columnas tras ordenar abrir una vía de acceso, la Via della Conciliazione, que flaco favor hace al conjunto) y que la subida a la cúpula de la Basílica es obligada porque las vistas son impresionantes. Eso sí, la experiencia se tornó un tanto claustrofóbica, pues la escalera de caracol se estrechaba y subíamos un regimiento, una marea humana. Me parecía que me faltaba el aire, pero arriba todo se fue calmando, porque se divisa buena parte de la ciudad, abierta y hermosa.
En Roma, como me decía mi hermana, todo son iglesias y ruinas del imperio. Está cuajada de unas y otras, y lo mejor es que la mayoría de los lugares de culto esconden magníficas obras de arte. Una escultura de Miguel Ángel, o un cuadro de Rafael, o de Caravaggio, o deliciosos mosaicos. Son auténticas iglesias-museo. Ya puedo decir que he escuchado misa cerca de dos obras maestras de Caravaggio. Misa en italiano, claro, con esa musicalidad que me encanta.
Los italianos de la capital son ruidosos, bulliciosos y cálidos, como sus vecinos del sur. El día de Reyes tomaron literalmente las calles del centro de la ciudad, la Piazza Navona estaba cuajada de puestos navideños, absolutamente intransitable. Parecía que las masas iban a fagocitar la fuente de los Cuatro Ríos. Y había mucho ruido, una gran algarabía de gente y familias con críos, por momentos me parecía estar en España.
Es una ciudad preciosa, aunque yo no podía evitar compararla con Madrid, y pensaba que la nuestra está más limpia, y que por tanto será que nosotros somos más limpios y cuidadosos. No voy a aburriros con la lista de las visitas obligadas en la ciudad del Tíber (sin olvidar el encanto del Trastevere, al otro lado del río), porque eso lo tenéis en cualquier guía.
No puedo olvidar como me impactó la Fontana, majestuosamente barroca. Era cerrar los ojos y ver a ese gran actor, Mastroniani, contemplar a una rotunda Anita Ekberg bañarse en la fuente. Tres días fuimos a tirar monedas, y pedir deseos. Topicazo de turista, sí, que habrá quien califique de horterada, pero a ver quien se resiste. Como nosotros, decenas de visitantes cumplían con el ritual, y la fuente estaba siempre atestada. Que suerte la de la rubia de poderosas curvas, que tuvo la Fontana para ella solita. Y yo me pregunto... ¿de verdad volveré a Roma? Es verdad que tengo tantos lugares que conocer, pero lo cierto es que sí, quiero.