Revista Diario
Tengo casi 30 años, en 2003 terminé la carrera, pero nunca me titulé. De hecho no comencé mi tesis. La historia de siempre: primero me dio flojera, luego comencé a trabajar y encontré la mejor excusa para retrasar el proceso.
El pasado fin de semana regresé a la facultad para retomar el papeleo y ver qué tan fácil o difícil será hacer la tesis, y el tema técnico parece ser sencillo, pero la parte emocional, sí esa que se relaciona con sudoración, taquicardia, mareo, súbito hundimiento del estómago y un poco de náusea, resultó ser más complicado.
Hacía por lo menos dos años que no pisaba el suelo de mi antigua escuela. Después de salir, regresé en algunas ocasiones para acompañar y esperar a mi esposa que durante un tiempo tomó clases en en Sistema Abierto. Pero eso para mi no cuenta porque yo estaba como de invitado. Este fin de semana fue diferente.
Me lancé no por iluminación divina, ni por hacerle caso a mi madre, que cada vez que tiene oportunidad, me recuerda que no tengo título. Afortunadamente mi esposa no me molesta con este asunto.
Lo hice porque me lo recomendó mi psicóloga en la última sesión que tuvimos hace tres semanas. Se atravesaron las vacaciones de semana santa, la operación de mi mujer y los días de obligatoria contemplación de la sola idea de enfrentarme al enorme monstruo burocrático que implica la universidad. Apenas terminaron las vacaciones, me obligué a hacerlo, claro, después de un recordatorio de mi mujer...
No lo voy a negar: estaba muy nervioso, pero he aprendido con los años que cuando me voy a enfrentar a situaciones que considero tan difíciles, lo mejor es fingir demencia y entrarle al asunto como con los ojos cerrados, con paso firme y chiflando una alegre tonada. Me sale más barato ignorar mi miedo y confiar en mi instinto cuando lo requiera. Así llegué a la escuela que fue como mi segunda casa durante cuatro años.
Quisiera decir que la cosas han cambiado mucho (la verdad es que sólo un poco: había más puestos ambulantes, una ciclovía que antes no existía e incluso un nuevo edificio que francamente no sé para qué lo usan), pero encontré el mismo ambiente de hace ya siete años.
Muchos jóvenes echando desmadre (la gran mayoría) y otros todavía en las aulas, algunos en las fotocopiadoras y supongo que algunos más en la biblioteca (no fui capaz de entrar).
Me sentí observado (a pesar de no aparentar la edad que tengo), me sentí fuera de lugar, me sentí desplazado por las hordas de jóvenes que se preparan para los puestos que a nosotros tanto esfuerzo nos ha costado obtener. Me sentí viejo pues.
Pero esta sensación de absoluto desfase se mezclaba confusamente con la paz que dan los buenos recuerdos, el aliento que te devuelven los lugares conocidos y que de alguna manera te recuerdan lo que eras y lo que eres ahora; cómo eras y cómo eres ahora.
Subir y bajar las escaleras que fueron el camino diario, surcar los pasillos donde iba recorriendo las aulas hasta encontrar al maestro, al amigo, a la novia. Recordar esa plática con un amigo que ahora está casado y tiene un hijo; reconstruir un saludo furtivo en la explanada con el Maestro (sí, con mayúscula) que ahora está muerto; reconocer a otra maestra que en primer semestre, igual que yo, era novata y ahora es Maestra (sí, otra vez)...
No fue fácil, al contrario, fue traumatizante, y desgastante. Luego de pedir los informes (resultó ser más sencillo de lo que esperaba), me largué lo más rápido que pude. No corrí, me hubiera visto demasiado ridículo, pero opté por no mirar atrás. Ahí dejaba a un yo que sigo siendo, pero que casi he olvidado.
Ya en casa, en mi territorio conocido, le conté a mi esposa lo que me había sucedido y cómo me había sentido. A la luz de la reflexión, me di cuenta de una cosa, triste y penosa: en realidad ese sentimiento de no pertenencia, de desfase, de sentirme observado, no me era tan ajeno, de hecho lo conocía muy bien. Ese fue el sentimiento que me dominó durante el tiempo que ahí estudié.
Sí, hice amigos, me la pasé bien, pero nunca pude integrarme adecuadamente al resto de la comunidad, como ahora sigo sin poder hacerlo en el trabajo, con mi familia y conmigo mismo. Aún así, sigo aquí, viviendo a veces como un apéndice humano, como un testigo de la vida que se asoma por la puerta, que la toca, pero no se anima a pasar.