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Una elegía del cine: Entrevista (Intervista, Federico Fellini, 1987)

Publicado el 03 noviembre 2025 por 39escalones
Una elegía del cine: Entrevista (Intervista, Federico Fellini, 1987)

Esta película del último tramo de la carrera de Federico Fellini puede considerarse como un reverso de su clásico Fellini, ocho y medio (8½ (Otto e mezzo), 1963). Si en esta el conflicto interior del creador, sus dudas, titubeos, incertidumbres, desencantos y perturbaciones, se dramatizaba en clave existencial a través de la figura del cineasta Guido Anselmi (Marcello Mastroianni), que se sumergía en las profundidades más remotas de su propio ser como resultado de su infructuosa búsqueda de un tema para su próxima película y del sinsentido de su vida cuando se veía impedido para hacer cine, en Intervista el director italiano ya no busca sino que recuerda, reencuentra, reinterpreta, reinventa. Bajo la coartada visual y argumental de un encargo televisivo (un equipo de grabación de un canal japonés visita los estudios romanos de Cineccità, que por entonces cumplen 50 años de vida y de películas, para realizar un documental sobre Fellini, que se halla enfrascado en una adaptación de La metamorfosis de Kafka, uno de sus autores literarios favoritos; una elección de lo más significativa: la mutación como supervivencia), la película despliega una compleja estructura en espiral que, conservando el estilo de documento, conforma un caleidoscopio infinito donde se entrecruzan pasado y presente, ficción y realidad, fantasía y memoria, cine y televisión, mito y decadencia. Partiendo de esa mínima premisa de la filmación de un programa televisivo sobre sí mismo en su pequeño gran templo personal (el estudio número 5 de Cineccità), Fellini construye una película que no es un relato sujeto a una narrativa convencional, sino más bien una reflexión personal, un ensayo visual acerca del cine y de su relación con él, de qué es lo que queda del cine cuando el cine trata de sí mismo (o qué es del cine, y de Fellini, cuando, como en la segunda mitad de su trayectoria, Fellini hace películas sobre Fellini), cuando el artificio ocupa por completo el espacio de lo que llamamos realidad. La filmación de la grabación de un rodaje dentro de su casa cinematográfica, de ese espacio interminable que con cada película el director de Rímini se veía compelido a llenar, a diseñar como un universo particular, permite a Fellini edificar un juego de espejos entre invención, artificio y recuerdos que se convierte en una suerte de manifiesto fílmico, de testamento artístico, de legado personal.

Los elementos que Fellini pone en escena —los decorados, las actrices, los periodistas, los fragmentos de otros films— son parte de una memoria en trámite de disolución, de un mundo que apenas ya existe, devorado por la inmediatez, la rentabilidad, la velocidad y la banalidad del consumo de masas. El tono a la vez lúdico y melancólico, ese ambiente de partido de fútbol, burdel y misa de réquiem que alcanzaban los rodajes fellinianos, convenientemente traducido a imágenes por la fotografía de Tonino Delli Colli y subrayado por la música de Nicola Piovani (Nino Rota había fallecido en 1979), viene a resaltar la conciencia del director de que el cine está muriendo, de que poco a poco va quedando reducido a la condición de fantasma que periódicamente vaga por unas pantallas, cada vez más pequeñas, que son su sudario, la sábana blanca de su eterno vagar solitario. En su contexto temporal, la película condensa un estado de ánimo general derivado de la imposición de la televisión como mecanismo masivo de entretenimiento (más bien de pasatiempo), con toda su carga de adocenamiento, propaganda y vulgaridad, relegando al cine y a sus creadores (ya han desaparecido o han dejado de hacer películas los maestros neorrealistas y los analistas de la nueva modernidad italiana, reducidos todos a espectros del pasado: De Sica, Rossellini, Visconti, Pasolini, Germi, Petri, Monicelli, Risi, Antonioni…) a un estado gaseoso, nebuloso, de desdibujamiento, de olvido prematuro y vertiginoso, que solo puede reconstruirse desde el artificio y la fantasía. Así, la película se organiza en una serie de episodios encadenados sin una trama definida: el joven Fellini llega a los estudios por vez primera en los años cuarenta, también como reportero; se suceden las recreaciones de entrevistas, de rodajes, de las visitas de las estrellas, del desembarco de Hollywood, del antiguo esplendor y de la relevancia social del cine; el director guía a sus acompañantes por el interior de los estudios, en los que se cruzan con un elefante (lo prodigioso, lo fabuloso, lo mágico, lo inesperado, introducido en mitad de la maquinaria comercial e industrial del cine). El episodio más célebre, el que resume el tono y el sentido del filme, es el reencuentro entre Marcello Mastroianni y Anita Ekberg, protagonistas de los momentos más icónicos de La dolce vita (1960): en casa de ella, mientras proyectan la película a un grupo de jóvenes bastante pasivos y desinteresados, ambos se observan en la famosa secuencia del baño en la Fontana di Trevi: la proyección trae al presente aquellos ecos, da vida al espectro de lo que fue. Ekberg, envejecida, mira su joven yo con el agua por los muslos; Mastroianni sonríe nostálgico, comparándose con la imagen de su mito. La pantalla se convierte en espejo que devuelve una imagen soñada, perdida, teñida de dolor y ternura.

Esa conciencia del final no se expresa únicamente con tristeza, sino también, y sobre todo, con ironía. Fellini convierte el rodaje del supuesto documental japonés en un espectáculo caótico y festivo, dentro de esa atmósfera felliniana, bastante más contenida en este caso, envuelta en largos movimientos de cámara coreografiados, en rostros grotescos, escenografías mezcla de lo sublime y lo ridículo, de exuberancia circense, donde todo es improvisación, malentendidos y juego. La televisión, que se arroga el papel de minuciosa registradora de la realidad, se muestra incapaz de hacerlo: los reporteros japoneses no comprenden lo que sucede, las imágenes se mezclan, los decorados se confunden. La televisión no hereda, ni puede heredar, el protagonismo central del cine; puede limitarse, como mucho, a ser su versión rebajada, su sucedáneo paródico. El contraste entre el celuloide y la imagen electrónica es uno de los ejes visuales de la película, la textura cálida y granulada del formato analógico de 35 mm frente a la frialdad aséptica, fría, clínica, del vídeo. El simulacro ya no contribuye a la creación poética, sino que es un vicio institucionalizado, un estado general de la cultura, la gran nada recubierta de oropel que sirve a las cajas registradoras. El maestro de Rímini, consciente de que el lenguaje audiovisual está cambiando, se resiste a esa mutación, prácticamente una muerte, ofreciendo una especie de elegía burlona: si la televisión es el nuevo espejo del mundo, su reflejo será necesariamente plano, pobre, intrascendente. Los grandes decorados barrocos de Roma  (1972) o Amarcord  (1973) son ahora estudios vacíos, pasillos desangelados, utilería en desuso, indistinguibles salas en alquiler para las emisoras de televisión. Cinecittà se erige en una especie de cementerio de elefantes, un panteón del cine, una catedral vacía en cuyas losas resuena el eco de los viejos rodajes.

Fellini, que afirmaba que el cine es “un modo de soñar con los ojos abiertos”, convierte esa frase en materia prima de su película. Intervista no es un sueño más, sino un reflejo dentro del espejo del tiempo. En su aparente dispersión, en su mezcla de tonos y registros, late una emoción pura, la de un artista que mira hacia atrás sin arrepentimiento, con nostalgia, humor y melancolía. Si  fue la confesión de un hombre atrapado en su imaginación, si Guido Anselmi se encerraba en su laberinto mental, Fellini, abre a todos las puertas de su mundo, invita al espectador a pasear por los platós, a mirar las luces, los decorados, los actores, la tramoya. La angustia se transforma en juego, la duda en celebración. Esa apertura se plasma en el tono afectuoso y cómplice que recorre toda la película. Los personajes no son individuos de carne y hueso, identidades burocráticas, sino presencias. Técnicos, actores, extras, periodistas, todos forman parte de una comunidad en torno al cine. Fellini filma con ternura a quienes hacen posible la ilusión, los “obreros” del sueño. En un momento de la historia en que el cine se vuelve cada vez más industrial y anónimo, el director reivindica su carácter artesanal, colectivo, humano. Fellini no busca reinventar el cine; solo despedirse de él. Su mirada pícara es la de un mago que revela el truco, no para destruir la ilusión, sino para mostrar que la ilusión era lo único que sustentaba el sueño, un sueño que ahora, consumidos por la realidad, es solo un recuerdo.

Ese sueño recordado queda definido en la última secuencia de la película: los estudios iluminados por la noche, mientras suena una vieja música de Nino Rota, como si los fantasmas de todas las películas filmadas allí siguieran habitando el aire. Fellini se despide de su propio mito, consciente de que el mundo que retrató ya no existe. Pero su gesto no es trágico; es festivo, carnavalesco, fiel a su poética del artificio. En el fondo, Intervista es una celebración del cine como forma de vida, como lenguaje de la memoria y del deseo. Federico Fellini escribe su epitafio en forma de carta de amor a un arte que, aun en decadencia, ha iluminado la oscuridad como ningún otro.


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