A ustedes no se si les pasará, pero a mi me ocurre que tan sólo necesito diez o quince minutos en una empresa, sea cual sea su dimensión y actividad, para comprobar si tiene alma o carece de ella.
En otros prados, hablar del alma supone elevarse a un nivel metafísico indescifrable, pero en la empresa es algo palpable, visible y, en definitiva, empíricamente demostrable. Hablar del alma de la empresa es hablar de sus personas, de la primera a la última.
Existen multitud de empresas tan afinadas como un piano. Funcionan a la perfección y cumplen muchos de los indicadores de eso que denominamos “éxito”. Pero, desgraciadamente, carecen de alma. Sus personas simplemente trabajan; trabajan de forma eficiente y responsable, son, en definitiva, grandes profesionales, pero carecen de aquello que realmente las haría grandes, casi perfectas. Si lo piensan por un momento, les vendrá más de un caso a la mente. A mi me vienen unos cuantos, así de repente: El Corte Inglés, Vueling o Iberia, Repsol, Banco Santander, Iberdrola…No, no piensen que el tamaño condiciona, también las hay de uno o dos trabajadores, pero sí es cierto que la “gran empresa española”, en términos generales, es competitiva, aunque se empeñen en decir lo contrario, pero también es anónima, gris, emocionalmente plana, en una palabra: le falta el alma.
El alma en una empresa es signo de vida, la suma de vidas de todas las personas que trabajan en ella, pero que también se desarrollan vitalmente y, en definitiva, se sienten orgullosas de trabajar en ella. Es un sentimiento que va más allá de las condiciones ambientales, salariales y de seguridad. No es parte de un plan o estrategia calculada. Hablamos de algo profundo que se expresa espontáneamente, sin esfuerzo. Es la conjunción de intereses individuales y oportunidades colectivas, jerarquías asumidas, responsabilidades compartidas.
¿Quién es el responsable del alma de la empresa?
Todos y nadie, pero sí existen guardianes en el centeno que deben cuidar por su pervivencia. No son otros que el staff directivo. Ellos pueden ser la puerta o la muralla. Pueden ser el río con su liderazgo trascendental o convertirse en la presa que todo lo contiene con su correcto y escrupuloso espíritu gerencial. Ellos tienen en sus manos potenciar el alma de una empresa o convertirla en una maquina rentable aunque castrada vitalmente. No es cuestión de miedos o simple sentido del deber. Más bien se trata de confianza en sí mismos, el origen de la confianza en los demás. Quizás aquel viejo empresario de Manchester, Baracaldo o Badalona pensara que las personas no eran otra cosa que “recursos humanos” a combinar con los materiales. Pero los tiempos no han cambiado, más bien hemos sido nosotros quienes los hemos hecho cambiar para descubrir que la empresa, entre otras cosas, es una comunidad de intereses, pero, sobre todo, debe ser un lugar de oportunidades y que quienes las aprovechen no podrán hacer otra cosa sino generar valor en todas sus dimensiones.
Hemos dejado atrás a Owen y sus buenas intenciones. No es cuestión de tratar dignamente al trabajador esperando así un mayor rendimiento y productividad. Las personas poseen cualidades físicas e intelectuales y quienes no aprovechen ambas oportunidades sólo pueden ser calificados de imbéciles en el estricto sentido de la palabra. El Corte Inglés es como un reloj suizo, un mecanismo escrupulosamente engrasado que crece en momentos de expansión y sabe mantenerse en los de contracción, pero, como decía, carece de alma. ¿Es una elección? ¿Crecer o contemporizar? ¿Hacer negocio o hacer amigos? No, todo esto suena a vieja doctrina de parvulario empresarial, aderezada con salmodias de sindicalista del tres al cuarto. De igual forma que hay empresas sin alma que funcionan a la perfección, existen igual número que incluso las superan en resultados con una cultura corporativa sustentada en la excelencia de las personas como personas. Empresas que hacen realidad aquello de “nadie trabaja por nada, pero tampoco debiera hacerlo exclusivamente por dinero”. Por supuesto que todos conocemos casos de gentes que sólo trabajan por dinero y que, llegados los cuarenta, comienzan a desgranar esa cuenta atrás hacia una jubilación triste y monótona, como habrá sido su vida hasta ese momento. Pero, quizás, la pregunta que habría que hacerse es ¿en qué medida ha contribuido la empresa a generar ese zombi social?
Conozco personas cuyo trabajo consiste en apretar tres botones y poco más, pero que también tienen la oportunidad de “tener ideas” para llegar a apretar sólo dos o pueden participar en proyectos junto a las gentes de cuello blanco. Personas que no tendrán un trabajo de gran responsabilidad, pero que se sienten parte de la empresa porque son importantes para ella, más allá de los discursos y la verborrea barata. Quizás no tengan un relojito bañado en oro, una plaquita de alpaca o algún otro relicario que les acompañe en el limbo del Imserso, pero tampoco le hará falta porque habrá vivido sin necesidad de esperar cuarenta años para intentar hacerlo.
Esa y no otra es la grandeza de una empresa y, en definitiva, la sabiduría de sus directivos, el liderazgo que hace importante al otro.
¿De qué sirve hablar de la construcción de conocimiento si restringimos el pensamiento?
¿A dónde lleva el evangelio de la Innovación si queda encerrado en las paredes de un laboratorio o en el paraíso tecnológico?
¿A quién podemos hablar de Emprendimiento si preferimos el sometimiento a la rutina perfecta?
¿Cómo se puede hablar de conciliación cuando no somos capaces de percibir que las personas tienen derecho a tener su segunda familia en la empresa?
¿De qué sirve empeñarse en la Responsabilidad Social Empresarial cuando no somos capaces de ofrecer a las personas oportunidades de desarrollo vital en toda su extensión?
Una empresa sin alma es como un payaso sin sonrisa, lo intenta, pero no convence.