Revista Salud y Bienestar

"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales

Por Ana46 @AnaHid46

El tiempo, queramos o no, sigue su curso, su incansable marcha de segundos, logrando que cada hora, cada día, cada fecha se cumplan. Para nosotros llegó el momento un lunes por la mañana, cuando arribamos al hospital y, después de registrarnos, nos pidieron que nos quitáramos la ropa y que sólo nos cubriéramos con esas batas de color verde usuales para los pacientes. Obedecimos. 
Poco después nos presentaron en nuestra habitación, o lo que sería nuestra habitación por un par de días. Se amueblaba con dos camas individuales, un par de mesas movibles características de estos lugares, y dos sillas. Aparte teníamos un cuarto de baño con w.c. y regadera.

Mi madre, acompañada de mi esposa, pronto tuvieron que regresarse a casa; no se podía hacer nada más mientras estuviéramos ahí, aparte de que no permitían quedarse a nadie aparte de los pacientes.
Mi padre y yo platicamos bastante de diversos temas, y al momento de mis recambios él salía al corredor mientras se realizaban las maniobras correspondientes.

En algún momento de ese día me enteré que ya tenían a todos los donadores completos, ya sean amigos o familiares. Fueron más de 10 los que trataron de donar, pero como es normal que suceda, algunos no pudieron por diversas razones. A todos ellos, quienes pudieron donar y quienes tuvieron la intención de hacerlo, les doy las gracias. Es muy difícil nombrarlos a todos, porque incluso fue gente que hacía años que no veía, pero mi agradecimiento va con toda la sinceridad de mi alma.

Si alguien me preguntara si tuve miedo antes de la operación, le contestaría que sí. ¿Que a qué le temí? Tuve temor a algo que no conocía pero que sabía que me traería dolor, sufrimiento, angustia de no saber si la operación saldría bien, de no tener la certeza de despertar después.

Cuando estuve, junto con mi papá, en una habitación donde nos prepararon para la cirugía, pensé mucho en lo que podría pasar, en que podría morir o que algo saldría mal y rechazaría el riñón. Oré mucho.
Me angustiaba pensar en que, si algo sucediera y ya no despertara de la anestesia, mi hijo sufriría.
“¿Qué le dirían, como lo tomaría él,... como se sentiría? No, por favor Dios, permite que todo salga bien...”
Siempre trate de guardarme lo que sentía para no preocupar más a quienes me rodeaban, quise ser fuerte por ellos.
Mi papá siempre se mostró tranquilo y sereno, platicaba normalmente e incluso bromeaba, y no eran esas bromas de nervios que le conozco; no, parecía que no le importaba que le fueran a abrir el cuerpo y a quitarle una parte de él. Se veía que estaba relajado y, hasta cierto punto, contento.



El lunes también llegaron algunas mujeres jóvenes, se presentaron con nosotros y nos hicieron un par de preguntas; eran las encargadas de la anestesia. Una vez que averiguaron lo que ocupaban se retiraron despidiéndose con mucha amabilidad.
“Están muy guapas —pensé—. Pues menos mal que son ellas las que me van a anestesiar y no unos hombres gordos, sucios y mal vestidos. Con eso de que ‘cuerpo dormido, todo perdido’ no vayan a querer sacar ventaja, pero con ellas no hay bronca si desean aprovecharse de mis huesitos… a menos que sean unas traviesillas y quieran hacerme cosas… que no se le hacen a un hombre… chin, pues a ver qué onda. Si despierto y las veo tranquilas podré respirar aliviado, pero si están con unas sonrisotas que no les caben en el rostro, entonces va a ser posible que ya no sea… lo que antes era.”


El martes, antes de la operación, llegaron un hombre y una mujer, ambos enfermeros. Traían consigo unas bolsas de solución como de medio litro cada una.
“Ya valió, ya van a empezar con sus intravenosas, tan a gusto que estábamos”
Pero la verdad fue muy diferente. El hombre, que parecía ser el encargado, nos mostró las bolsas y nos dio las instrucciones a seguir:
—Buenos días. Nosotros vamos a prepararlos para la cirugía. Primero vamos a darles un purgante para limpiar los intestinos. Cuando haga efecto… bueno, para eso está el w.c. Después que acabe el primero que deba entrar, de inmediato se da un baño muy meticuloso, hay que restregarse muy bien y lavarse perfectamente todo el cuerpo. Una vez terminado, con estos rastrillos —nos mostró los utensilios dejando un par en la mesa de cada uno— tienen que afeitarse muy bien el vientre, pubis y testículos. No debe quedar nada de vello, ¿ok? Al terminar, se vuelve a bañar para quitar todo rastro del cuerpo. Una vez terminado el primero, sigue el siguiente a hacer el mismo procedimiento. Deben de hacerlo rápido, ya que cuando salgan van a entrar unas personas a hacer el aseo del lugar; van a desinfectar todo, piso y muebles, para que mañana entren a quirófano totalmente limpios. ¿Entendido? —Ambos asentimos con la cabeza—. Muy bien, ahora sigue la purga —nos mostró las bolsas de liquido que, para mi sorpresa, no tenían aguja al final de la manguera, más bien se estrechaban hasta formar un pequeño cono—. Les vamos a introducir esto por el ano a cada uno, no va a doler, sólo será un poco incomodo. Después vamos a dejar correr la solución. ¡Ah! Y van a ser dos bolsas por cada uno de ustedes —la enfermera atrajo hacia ella un carrito sobre el cual descansaban otras bolsas iguales a las que sostenía el hombre—. Si no tenemos preguntas… —mi papá y yo nos dimos un vistazo en silencio—. Comenzamos. Cada uno voltéese dándose la espalda.
Obedecimos sin decir palabra. Por mi parte aspire hondamente antes de que aquella maniobra diera principio y pensé resignado:
“Creo que ya no tendré que preocuparme porque las chicas de cirugía se vayan a aprovechar de mí.”


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Próximamente: Capítulo 33
Ana Hidalgo


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