Al siguiente día dimos inicio al tratamiento. Nos despertamos temprano y acercamos un bote de agua fría a la recámara. Me paré a un lado de la cama y me desvestí, ella tomó un trapo limpio, lo sumergió en el líquido y me preguntó si estaba listo.
—No —contesté firmemente—, pero ya ni modo.
—Entonces, aquí vamos.
De golpe, ella me empapó con el helado elemento mientras yo trataba de mantenerme firme en mi lugar y soportar el frio. Rápidamente, y en repetidas ocasiones, me enfrió el cuerpo, y al terminar me volví a la cama y me arropé hasta el cuello, ya que así era el método a seguir.
Un poco más tarde, a la hora de desayunar, ella me acercó a la mesa un enorme plato de gajos de mandarinas junto con fresas y nueces bañadas con miel de abeja. Era un suculento platillo que se me antojaba bastante pero que, al comerlo, no pude disfrutar por el desgano que sentía.
“No me sabe muy bueno —pensé—, a lo mejor es porque no me gusta la miel.”
Al término del desayuno, me sentí algo raro, como con una desesperación de estar encerrado, pero un par de segundos después, una idea se asentó en mi mente:
— ¡Vamos a comprar la puerta para el baño!
Le sugerí a mi esposa con visible entusiasmo, pensando en que la podríamos colocar aprovechando el tiempo que no iría al trabajo y así ya poder quitar la cortina que utilizábamos para tener privacidad.
Fuimos mi esposa, mi hijo y yo a un lugar donde vendían ese tipo de artículos y escogimos una algo más grande para que, allí mismo, se nos cortara a la medida, pero al estar escogiendo las tablas que servirían de marco, comencé a sentirme algo inquieto sin saber porqué. Tenía la impresión de que me encontraba en un lugar muy pequeño, sofocante, sin importar que estuviéramos en una bodega muy amplia.
Traté de apresurar la compra de las cosas que ocupábamos y salimos de ahí llevando sólo los marcos, debido a que la puerta se quedaría para que, como comenté, la cortaran a la medida.
Ya estando afuera volví a sentirme un poco más tranquilo, despejado, pero aún tenía esa sensación de desasosiego.
Tomamos rumbo a nuestra casa, pero mientras escuchaba a mi mujer contarme cómo quedaría nuestro hogar después de algunos arreglos y después de pedirme mi opinión y yo dársela, opté por quedarme callado; una fuerte sensación de asco y desesperación se agolparon en mi garganta. Traté de controlarme, de despejar esas emociones, pero poco a poco se acrecentaban más sin poder evitarlo.
— ¿Te sientes bien? —me preguntó ella al ver mi apariencia.
—No —contesté parcamente.
— ¿Quieres que yo maneje?
—No —lo que realmente quería era darme prisa en llegar a casa y no pararme para nada, ni para cambiarle el lugar del chofer.
— ¿Qué sientes? —Me cuestionó con voz algo inquieta.
—Me siento mareado —le señalé mi pecho mientras lo sobaba de manera circular.
Ella no dijo más, su semblante me indicaba su preocupación pero comprendió que las palabras estorbaban en ese momento.
Al estar a una cuadra de llegar a la casa, la sensación creció y se hizo más fuerte. Sabía que no aguantaría por mucho tiempo.
—Oye… —le hablé con algo de dificultad.
— ¿Qué pasa? —Preguntó con urgencia—, ¿te sientes peor?
—Voy a dejar el carro “como caiga” en la cochera. Ya no aguanto.
—Sí, sí. Tú no te preocupes por otra cosa.
Llegando a la cochera, metí el carro sin preocuparme de estacionarlo y, casi antes de apagarlo, abrí la puerta y corrí a la entrada de nuestro hogar, metí la llave trabajosamente y entré dando traspiés, subí las escaleras de dos en dos y un poco antes de entrar al baño comencé a devolver el estómago. Segundos después entraron ella y el niño, y después de acostarlo en su cuna, ya que afortunadamente se había dormido en el camino, fue a ver cómo estaba. Ella me halló sentado a un lado de la taza con el rostro demacrado; después de vomitar me sentí sin fuerzas, sin ánimo y sin idea de qué hacer, porque no sabía si pararme y tratar de ir a descansar en la cama o simplemente quedarme allí, esperando a ver si era necesario que volviera a pasar por lo ocurrido unos segundos antes.
Ella se acercó a mí y se agachó para quedar a mi altura.
— ¿Cómo te sientes ahora?
—Un poco mejor.
— ¿Quieres que vayamos al hospital, a urgencias?
—No —contesté con desánimo.
—Vente, vamos a que te recuestes un poco.
Me sujetó del brazo y me ayudó a levantarme y a conducirme a la recámara donde me acosté aún tembloroso. Coloqué mi mano derecha, con la palma hacia arriba, en mi frente.
— ¿Qué fue lo que arrojaste?
—Nada —negué con la cabeza—, sólo una especie de líquido muy amargo.
—Tal vez fue por lo que desayunaste en la mañana. ¿Cómo te sientes?
—Muy cansado, débil.
— ¿Pero ya no te sientes mareado?
—No.
—En la mañana casi no comiste y fue algo muy ligero; pura fruta con miel. ¿Tienes hambre?
—Sí.
—A lo mejor también por eso te sientes mal. Aparte de tu enfermedad, lo mal que has comido en la noche de ayer y ahora en la mañana. ¿Quieres que te haga algo de comer?
—Sí, por favor.
—Te puedo hacer un sándwich de panela con jitomate, y todavía tenemos jugo de uva, ¿te parece bien?
—Sí, gracias.
Me dejó acostado sobre la cama y un par de minutos más tarde regresó con la comida, la cual le agradecí y disfruté muy despacio, masticando lentamente cada bocado. Me parecía que estaba disfrutando un manjar o que estaba probando el primer alimento después de varios días de ayuno. Como ya mencioné anteriormente, la comida me parecía agria y sin sabor pero en esta ocasión fue todo lo contrario.
Al día siguiente fui a hacerme unos nuevos estudios para ver cómo estaban mis niveles de creatinina y urea.
“¿Por qué me estaré sintiendo de esta manera? —Me cuestioné camino al laboratorio—. Se supone que voy mejorando, pero pareciera que no es así.”
Al llegar con la homeópata y pedirle que me hiciera los exámenes, ella me extrajo la sangre sin decir más palabras que las estrictamente necesarias. Un par de horas después, me entregó, en forma silente, un pequeño sobre membretado. Mientras caminaba hacia mi carro abrí el envase y lentamente leí los resultados que tenía escritos la media hoja de papel tamaño carta que venía dentro.
“Todo va a estar bien —me decía una y otra vez, tratando de convencerme de que mis malestares eran sólo pasajeros—, todo va a estar bien, todo va a estar bien…”
Al leer los resultados, por primera vez comencé a aceptar que mi enfermedad no era algo para tomarse a la ligera. Por primera vez me hice a la idea de que, al probar con todas las medicinas y tratamientos alternativos y naturales que he mencionado anteriormente, me había hecho la ilusión de que realmente iba mejorando: a propósito ignoraba los síntomas que mi cuerpo me decía, hasta que los análisis de sangre me mostraron, de forma muy tajante, que mi salud iba en decaimiento: la creatinina ya llegaba a los 12 puntos, siendo que normalmente debe ser menor a 1.5. Mi ilusión se acabó. Como la arremetida de un toro furioso sentí de golpe y a la vez todas mis molestias: el cansancio, el desgano por los alimentos, la opresión en el pecho. Mi mundo se hizo cada vez más pequeño, me invadieron una desesperación y un desconsuelo absoluto… perdí la esperanza.
Ese mismo día fuimos mi esposa, mi hijo y yo con mis padres y les contamos lo ocurrido. Después de hablar un poco quedamos en que iríamos a ver a un nefrólogo particular para que evaluara nuevamente mi situación. Fuimos esa misma tarde, ya no queríamos perder más tiempo.
El doctor me vio y, rápidamente, después de una exploración superficial, recomendó que tratara de conseguir que me volvieran a ver en el IMSS para continuar con el protocolo debido a que su diagnóstico era contundente: tenía IRC y al parecer ya estaba muy avanzada la enfermedad.
—Los síntomas son muy evidentes —declaró el doctor— y son indicativo de la insuficiencia renal. A estas alturas ya es muy fácil darse cuenta debido al color amarilloso que presenta la piel y por el ligero olor a orina que despide su boca —cosa de la cual yo no me había dado cuenta y me avergoncé al oírlo—. No hay marcha atrás, y si no quieren que su salud empeore poniendo en riesgo otros órganos como el corazón —me señaló a la altura del órgano—, lo mejor es que continúen con el protocolo de trasplante renal, pero antes —enfatizó y se dirigió a mí— deben de ingresarte al hospital para poder dializarte, de lo contrario tu cuerpo no podrá soportar el empeoramiento que se te vendrá.
De regreso a casa no dijimos palabras, ya no era necesario decirme algo más. Estaba convencido de mi enfermedad y de la cura… El trasplante renal tenía que hacerse.
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Próximamente: Capítulo 17
Ana Hidalgo