En una mañana brillante, después de hacer el recambio habitual, quise ir a comprar algunos cubre-bocas, ya que nuestras provisiones ya estaban por agotarse, y decidí ir a una farmacia cercana a nuestro domicilio.
Esa mañana me sentía bien, tranquilo, con ganas de caminar. Dejé las llaves del vehículo, bebí un poco de agua y comencé la marcha al destino planeado. Caminé pasivamente, no tenía prisa. Este tiempo lo utilicé para pensar un poco de cualquier cosa menos de mis problemas; no quería arruinar la mañana con pesimismos.
Un poco más tarde llegué a mi destino y pedí a la persona del mostrador un paquete de esas telas azules que fui a buscar. En unos minutos ya estaba de vuelta en la calle observando el trajín de la gente; todos parecían tener prisa por ir hacía a un sitio, unos incluso mostraban un rostro estresado y su actitud corroboraba mis sospechas: caminar casi corriendo sin fijarse en lo que pasaba alrededor.
“¡Cuantas veces no habré hecho lo mismo! Un montón, estoy seguro. Si algún día me logran trasplantar y que todo salga bien, ¿Volveré a ser así? ¿Cómo todos ellos? Yo creo que no, al menos eso espero.”
Continué mi recorrido y me detuve en la esquina, la luz indicaba vuelta a la izquierda para los automovilistas. Esperé a que el semáforo cambiara de color y avancé. Pero al estar en medio del camino vi que un automóvil se me abalanzó llenando mis oídos de bocinazos. Corrí por instinto al camellón, brinqué para alcanzar el machuelo pero el impulso me obligó a resbalar con la tierra suelta y tropezar con uno de los clásicos tornillos de postes que nuestro gobierno permite que queden en todas partes. Perdí el equilibrio, sentí como se zarandeaba mi cuerpo para provocarme una caída. En ese instante me vi estrellándome con el piso, viendo casi en cámara lenta como mi vientre iba reventando al igual que un globo hinchado de agua; casi pude experimentar el dolor que me traería la caída.
Afortunadamente logré poner un pie al frente y así, aunque trastabillando y casi pasando al otro lado del camellón, frenar mi caída. Ni siquiera respiré aliviado cuando voltee a ver al automóvil que no disminuyó su velocidad y mentalmente lo llené de groserías e improperios por el susto que me dejó.
“¡Hijo de toda su…! Ok, ok, ya comprendí una cosa: Este mundo está demasiado loco como para tratar de cambiarlo… y la verdad dudo que con toda esta exaltación pueda tener un cambio en mí… al menos no en lo externo… espero que internamente me haga una mejor persona… no lo sé.”
Reflexionando sobre esto, y tratando de calmar el susto, llegue a casa. Como no había mucho que hacer, y a mi esposa se le ocurrió pintar la recamara del niño, pues me puse a hacerla de pintor; preparé el color a aplicar y subí lo necesario para la labor, no sin concebir que realizaba un esfuerzo más allá de lo normal, pero sin sentirme muy fatigado. Lo curioso, y a la vez dramático, fue que al estar pintando apenas un metro cuadrado o dos de la pared, mi corazón empezó a latir fuertemente y a un ritmo acelerado. Paré un poco para descansar, pero al cabo de cinco minutos, y tratar de pintar de nuevo, apenas di un par de brochazos cuando las palpitaciones fuertes y rápidas me impidieron seguir. Decidí dejar la pintura para después, ya no me encontraba para nada en condiciones de seguir.
Así más o menos pasaban mis días, entre queriendo apoyar en algo a la casa, entre vueltas a hospitales, tomas de medicamentos y la diálisis.
Pero algo que, creo nunca poder olvidar, me pasó un día cualquiera entre semana. Ingresé a mi cuarto de diálisis a hacerme uno de los recambios, era el segundo de cuatro que me recetaron para hacer diariamente. Dejé que la bolsa se drenara como era la rutina, pero sentí cansancio en el proceso por lo que decidí acostarme mientras el agua entraba a mi peritoneo. Cerré los ojos y me sentí raro, como si mis pensamientos se portaran erráticos, como si se fundieran con un sueño raro y caótico.
Pasó el tiempo.
Mi esposa tocó a mi puerta preguntando si ya había terminado. Soñoliento, y con una punzada en mi cabeza, miré la bolsa y percibí que ya estaba vacía. Me incorporé para sentarme en la cama. Mis pensamientos parecían ir de un lado a otro, sin enfocar bien a lo que pasaba en mi entorno. El proceso final lo hice mecánicamente. Para entonces la punzada en mi cabeza parecía esparcirse por todo mi cráneo.
“Tengo una jaqueca, no es nada, pronto se me quitará… Me duele la cabeza, pero ya terminé lo que tenía que hacer, ¿y ahora qué? Me duele la cabeza…, ya se me quitará.”
Hice un esfuerzo en concentrarme para comprender lo que me estaba pasando.
“Me duele mucho la cabeza. ¿Qué hago? El hospital, tengo que ir al hospital.”
Como pude la hablé a mi mujer y le comenté lo que me pasaba y lo que quería hacer. Rápidamente me encaminó al auto y tomamos rumbo al Ayala. Apenas unos minutos de camino, mi cabeza me parecía un globo hinchado al que le perforaban alfileres por todos lados. Sentí ansiedad y mareo, abrí la puerta del carro en pleno movimiento y devolví el estomago. Ella desaceleró el vehículo asustada, viendo como mi cara casi rozaba el pavimento. Haciendo un gran esfuerzo, y apoyándome con ella, me incorporé.
— ¡¿Estás bien?! ¡¿Estás bien?! —Gritó desesperada, sintiéndose impotente ante el espectáculo que tenía frente a ella.
—Sí… sí… —respondí cerrando la puerta y acomodándome pesadamente en mi asiento. Vi en su rostro un gesto de ansiedad y miedo.
Volvió a acelerar y temblando marcó desde su celular el numero de su papá. Yo, con el brazo cubriendo mis ojos, y el asiento reclinado, me limité a escuchar las palabras de ella.
— ¿Bueno? Oiga, soy yo. No, no, no. Es que se sintió mal y lo llevo al Ayala. Aquí, como a 15 minutos de su casa. No, estoy bien, estoy bien. A él le duele mucho la cabeza, acaba de deponer el estomago, se le ha de haber subido la presión. ¿Qué hago? ¿A dónde? Sí, sí, sí, ahorita llegamos —colgó el teléfono y me dijo—. Mis papás nos van a esperar enfrente de su casa para ayudarnos, ¿cómo te sientes?
Tardé en contestar, el dolor no me permitía pensar claramente.
—Mal, mal, mal.
—Trata de tranquilizarte, ya mero llegamos.
Un poco más tarde, en lo que a mí me parecieron horas, llegamos al lugar convenido. Mi esposa se pasó al asiento trasero para dejar que mi suegro tomara el volante. Su mamá se sentó al lado de ella.
— ¿Cómo estás? —me preguntó el nuevo chofer.
Al contestarle las siguientes palabras, sentí que hacia un gran esfuerzo:
—Más o menos.
—No te apures, ahorita llegamos.
Durante el trayecto sentí que todo se nublaba, que tardábamos una eternidad en llegar, que mi cuerpo no resistiría. Simplemente me “perdí” por un momento.
Llegamos al hospital, pero no recuerdo cómo fue mi recepción, sólo viene a mi memoria que me dejaron acostado en una camilla en el área de urgencias; había sobrecupo en el lugar, cosa que, lamentablemente, era y es habitual en ese nosocomio.
El doctor en turno me reviso, contesté sus preguntas muy forzadamente y con monosílabos en su mayoría. El diagnostico fue hipertensión. Mis ojos continuaban cubiertos por mi brazo, no soportaba la luz que nos iluminaba.
—Ahorita le mando a una enfermera para que le administre su medicamento.
Fueron sus palabras finales antes de retirarse. Segundos más tarde sentí nuevamente esa sensación de nauseas: supe que vomitaría una vez más.
—Voy a vomitar —fue lo único que pude anunciarle a mi esposa, quien me acompañaba en el lugar, pero más tardé en decirlo que en incorporarme bruscamente y asomar la cabeza fuera de la camilla. Mi estomago de contrajo violentamente y una bocanada de desecho salió por mi boca. Ella se hizo a un lado y trató de confortarme, una enfermera me extendió un balde donde seguí expulsando todo lo que tenía en el estomago, incluso más. Cada contracción me provocaba más dolor, era como si mi cerebro quisiera salirse, reventar el cráneo y escapar. Cuando ya me sentí más tranquilo, volví a mi posición inicial. Mi cabeza seguía doliendo, aunque ya no con la misma intensidad, o eso creía; tanto dolor, tanto tiempo, tanto esfuerzo… ya no podía distinguir si me sentía mejor o no.
La enfermera llegó, colocó un catéter en mi brazo y administró el medicamento prescrito. Rato después comencé a sentir mejoría en mi dolor, pero mi cuerpo se encontraba exhausto.
Ya era de noche cuando me cambiaron a una cama del mismo pabellón. La luz era muy tenue y por fin logré dormir. Al día siguiente me pasaron a “piso”, que es cuando el enfermo ya no corre mucho peligro. Como siempre que tuve que ingresar al hospital por presión elevada, duré dos o tres días internado; días en los cuales mis padres y hermanos se turnaban para no dejarme sólo.
Una vez dado de alta y ya en casa, mi mujer me explicó que mis padres llegaron al hospital en cuanto les dieron a conocer la noticia, pero optaron por sólo observarme dormir cuando por fin pudieron pasar conmigo. Me habló de su preocupación, del miedo que reflejaban en sus rostros. También me dijo que uno de sus tíos entró a verme y me dio su bendición, se trataba del Sr. Fermín.
Fueron varias las veces que me tuvieron que internar a causa de la presión alta, pero esta vez fue la peor de todas.
Ya quedaban pocos exámenes a realizar, y los más dolorosos para mí ya habían pasado, pero para mi padre, el donador, aún faltaba el más atormentante: la arteriografía, y para este estudio hubo algunos problemas, pero ya faltaba poco para el trasplante, para que nos abrieran el cuerpo a los dos, para tener una esperanza de vida dentro de mí.
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Próximamente: capítulo 29
Ana Hidalgo