Revista Salud y Bienestar

"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales CAPÍTULO 34

Por Ana46 @AnaHid46

Pintura de Joel Babb, sobre el primer trasplante exitoso en humanos.
 Ubicada en Harvardmed. 23/Dic/1954

Al abrir los ojos, en lo que pareció un pestañeo, me encontré acostado en otro lugar. Volteé a mi derecha y, en una especie de sueño velado, vi el rostro de mi madre cubierto por un cubre bocas. Presentí su sonrisa detrás de esa tela azul y únicamente atiné a cerrar los parpados. Al abrirlos de nuevo vi la cara de mi esposa también cubierta por un cubre bocas. Volteé a mi izquierda y volví a dormir.
Al despertar, ya despejado del sueño, me di cuenta de que estaba en una habitación con otros pacientes que, al igual que yo, habían sido trasplantados. Todo había pasado ya y ni cuenta me había dado; me operaron el miércoles por la mañana y desperté hasta ya entrada la noche.
Había poca agitación en aquel cuarto. El constante bip de las maquinas que registraban los latidos de los que estábamos en cama, junto con el buzz de las balastras, era todo lo que se oía. Me sentía cansado y adolorido.

Una enfermera, al verme despierto, me cuestionó por cómo me sentía, le contesté que bien y ya no dije más. Ella levantó una especie de tubo de ensayo de plástico de gran capacidad, ahí se encontraba mi orina; era de color amarillo-naranja. Anotó la cantidad que medía el envase, cerró la línea por donde salía el líquido y tiro el contenido del recipiente al inodoro. Volvió a colocarlo en su lugar y a abrir la manguera nuevamente. Acto seguido, volví a dormir.
Al siguiente día me saludo una enfermera.
— ¿Cómo estás?
—Bien.
— ¿Ya más tranquilo?
Asentí con la cabeza aunque me extrañó un poco su pregunta. Después me enteraría de que al momento de entrar al cuarto de recuperación comencé a manotear y a gritar que me dejaran e incluso me quité un catéter provocando que me saliera algo de sangre y que me anestesiaran por más tiempo.
Después volteé a mi derecha y vi a un paciente que se estaba terminando de vestir. Se veía muy contento.
—Él ya se va. Este fue su segundo trasplante y hoy fue dado de alta. Se ve muy contento.
Y así era. Platicaba muy animado con el doctor, después se despidió y salió del cuarto por su propio pie.

El primer día de recuperación lo pasé acostado, de comer me dieron dieta líquida y para pasar el tiempo teníamos una televisión y una video casetera donde nos podían poner películas si alguien nos llevaba, además teníamos sofás para sentarnos y no pasar todo el tiempo acostados.
Antes de mediodía, entre varias enfermeras, me dieron un baño en la cama.
“Chin, voy a recordar mis días de bebe.”
Pensé cerrando los ojos y obedeciendo lo que me indicaban las mujeres. Poco más tarde, llegó el Dr. Chávez B., mi nefrólogo, y me cuestionó acerca de cómo me sentía. Yo le dije que bien. Revisó unos apuntes de mi expediente y le dio nuevas indicaciones a la enfermera.
—Parece que vamos bien —me alentó con una sonrisa. Después se retiró.
Casi a la hora de comer entraron con un nuevo paciente, un muchacho. Lo habían trasladado del área de pediatría por que había cumplido 16 años. Junto con nosotros se encontraba otro paciente uno o dos años mayor que yo. Él ya había cumplido la semana de recuperación que se exige para monitorear de cerca el desarrollo del órgano implantado, pero se encontraba bajo vigilancia porque le habían detectado una pequeña anomalía. Se veía fuerte, ya caminaba sin muchos problemas, aunque siempre cargando sus líneas de la orina y de drenaje, cosa que yo imitaría posteriormente.
Disfrutábamos de las visitas en dos tiempos: uno era a las doce y el otro a las seis de la tarde, donde nos podían ver y convivir un poco nuestros parientes, uno por enfermo, siempre y cuando estuvieran vestidos con una bata, cubre bocas, gorro y botas; todo hecho con la tela azul. Esto con el fin de disminuir los riesgos de una infección para nosotros.

El viernes me ordenaron que me levantara para pesarme. Me ayudó una enfermera chaparrita y delgada, sujetándome por debajo del brazo y pidiéndome que me esforzara un poco, pero sin exagerar. Sentí como trataba de incorporarme haciendo palanca con todo su cuerpo, pero en realidad no quise usarla mucho como apoyo por temor a que me cayera sobre de ella.
“¡Ay Diosito!, ¡se ve muy frágil la mujer! ¡Casi parece que se va a quebrar! Tengo que echarle todas las ganas porque ella sola no va a poder hacer nada si me caigo, y si eso pasa ¡entonces si voy a reventar como huevo en microondas!”
Pero, afortunadamente, no sucedió nada y me pude pesar en la báscula que teníamos bajo la televisión que colgaba del techo. Al ver cuánto había bajado me sorprendí.
“¡Diez kilos menos de un día para otro! Esta dieta si funciona y no las que anuncian en la televisión. Que se me hace que la patento y me hago millonario.”
Y después, me regresé a mi lugar algo agitado y adolorido por el esfuerzo realizado.

Ese mismo día, afortunadamente, ya permitieron que me aseara solo y, ya en el cuarto de baño, me pude ver las heridas con más calma y detenimiento. En mis manos ya no tenía catéteres, ese día me habían retirado los dos que traía. En mi hombro derecho pendía un cubito azul con una manguerita, estaba cosido a mí con un par de puntos. Para orinar me habían puesto una sonda y un dren salía por debajo de las vendas que me cubrían el abdomen. Poco a poco fui retirando estas últimas con mucho cuidado para no lastimarme y para prepararme a ver mi operación. Al retirar la última capa conté las cortadas que tenía: una, la principal, como de diecisiete centímetros, que es donde se hizo el injerto y donde aun se observa un bultito que antes no estaba. Dos, la de la diálisis; fue donde me abrieron para colocar el catéter y de donde tuvieron que reabrir para retirarlo. Tres, donde salía el catéter de la diálisis, que era aproximadamente de un centímetro y que ya estaba cicatrizando ya que era una herida minúscula. Cuatro, otra cortadita de un centímetro de diámetro donde salía la manguera del dren. Al ver todo en conjunto, y aunque ya me habían informado cómo se haría la operación, la verdad es que me sorprendí un poco. Pues bien, continúe con mi baño poniendo atención a las heridas que, si bien no las podía tallar, si podía darles un ligero masaje con agua y jabón neutro.
En fin, los días se sucedieron incansables y poco a poco fui mejorando. Trataba de hacer todo lo que me indicaban: tomar, mínimo, un litro y medio de agua; pesarme, asearme e incluso caminar un poco para poder mejorar mi estado de salud.
Gracias a Dios yo iba evolucionando bien, pero mis compañeros presentaban algunos problemas, sobre todo el que ya se encontraba ahí cuando salí de la operación. Él tenía conocimiento de que algo sucedía, pero aun así se mostraba alegre y optimista, de hecho recuerdo como me alentaba a seguir adelante, a no dejarme caer. La primera vez que lo vi me sonrió, su sonrisa era alegre, muy amigable… siempre estaba sonriendo. Pero poco después los doctores lo empezaron a ver con mayor frecuencia y a hacerle más exámenes, incluyendo una biopsia del injerto. Por medio de este análisis, al parecer doloroso ya que pudimos darnos cuenta porque se realizó en la misma habitación donde todos convivíamos, sólo separados por unas mamparas de tela gruesa, pudimos escuchar las ordenes de los doctores y las quejas del muchacho, determinaron que sufría principios de rechazo pero que aun era controlable, aunque era necesario colocarle un catéter para hemodializarlo –proceso donde, por medio del catéter, sacan la sangre del paciente poco a poco, la filtran y limpian en una maquina de hemodiálisis y la vuelven a introducir a las venas- y así ayudarle al riñón aligerándole la carga que su cuerpo demandaba y que después, ya estabilizándose, se lo quitarían. Lamentablemente no sucedió así.

Desde ese momento su sonrisa desapareció y su mirada, su semblante, comenzaron a hacerse cada vez más sombríos. Parecía poder imaginarse la desgracia que se cernía sobre él tan rápidamente como el furioso embate de un tren que se descarrila.

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Próximamente: Capítulo 35 y final
Ana Hidalgo

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