La sustancia (2024) despierta un interés similar al que en su día me suscitó Cerdita (2022): un filme que se posiciona como visión crítica y políticamente salvaje del patriarcado, pero lo hace no desde un formato sesudo, experimental y/o culturetas, sino desde un género tradicionalmente asociado al entretenimiento popular. Igual que en la película de Carlota Pereda, la de Coralie Fargeat enseguida esfuma cualquier atisbo de implicación socio-política «respetable». Estamos ante una película desvergonzada en la que lo único importante es arrojar al público todo lo desagradable y miserable que envuelve a las mujeres que apuestan su belleza física para encajar en la mirada masculina (y, de paso, hacerse con un trozo del pastel que a ellos les reporta).
El esquema argumental que sostiene La sustancia es clavado al que estableció Stevenson en el clásico literario El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886): un descubrimiento científico revolucionario de consecuencias devastadoras debido al abuso. Por ese lado, las audiencias pueden acomodarse tranquilamente, ya que es sencillo anticipar cada vuelta de tuerca en el descenso a los infiernos de las protagonistas (Demi Moore y Margaret Qualley). Cada una de ellas representa la bendición y la maldición que implica la lotería genética de la belleza, y las reacciones que despierta en los hombres --con y sin poder, pero especialmente peligroso en los primeros--, presentados de forma fantásticamente exagerada, deformada y ridícula.
En cuanto el relato queda limitado a la cruel batalla entre las dos versiones de la protagonista, te das cuenta de que el discurso crítico, impugnador y deformante (que llevamos puesto como expectativa y que los primeros minutos de película no contradicen) es una excusa, un mero recurso para acaparar la atención. Todo lo llena esa obsesión competitiva de la mujeres --la misma que utiliza el patriarcado para infravalorarlas-- y la necesidad de monopolizar la atención masculina para posicionarse profesional y económicamente. Quizá Fargeat pensó que usar ambos argumentos en una historia que no deja títere con cabeza (hombres incluidos) no le iba a pasar peaje. Es posible que así sea, pero desde luego diluye cualquier atisbo de crítica contundente. A partir de ese momento, el efectismo visual es la norma: cada plano es puramente funcional respecto al relato, cuidadosamente diseñado, espectacular, brillante. Es obvio el homenaje a Kubrick: el cuarto de baño, el uso de grandes angulares, los pasillos infinitos --hasta el dibujo de la alfombra remite al El resplandor (1980), con catarata de sangre incluida-- hasta llegar al desparrame sin control ni sentido de un apoteosis completa y exageradamente gore (incluyendo una banda sonora asociada inevitablemente a otro título del maestro neoyorquino).
El cuerpo y su degeneración es la auténtica obsesión de la historia: ultraprimeros planos de piel arrugada, suturas, pinchazos, evisceraciones, excesos alimentarios, la amenaza de una vejez intolerable para esas mujeres que no son nada sin la mirada de los demás. En definitiva, un filme hiperbólico en todos los aspectos; un guión que busca triunfar gracias a esa tradición de cine gamberro que se viene imponiendo como sucedáneo de mirada crítica al mundo.