Es el título del nuevo libro de Luis García Montero. Aún no lo he leído, pero después de oir su entrevista en la radio tengo muchas ganas de hacerlo. Porque este libro me ha hecho un “guiño” aún sin tenerlo en mis manos, y eso pocas veces sucede. Mientras hablaba, tomé nota de algunos de sus comentarios. Permitidme que los comparta con vosotros/as en una transcripción fiel pero algo libre, puesto que ha pasado por mis oídos, por mis emociones y por mi mano anotando descuidadamente en un papel y eso ya es un filtro que puede estar errado.
Este poeta nos habla en su libro de los objetos cotidianos. De aquellos que poseemos y aquellos que hemos heredado. Todos asistimos hoy a eso de la “obsolescencia programada” en los aparatos electrónicos, y a veces muchos parecen considerar lo mismo en otros objetos.
Creo que no se trata de acumularlos sin criterio puesto que dicen que una casa, mientras más despejada, es aún mejor sitio de descanso. Pero supongo que sí se trata de respetar los recuerdos.
Tengo en la memoria la imagen de mi madre limpiando y cuidando las cosas que mi madre me ha dejado.
Casi todos tenemos claro que los objetos históricos nos trasnmiten no sólo un amplio rango de conocimiento, sino también recuerdos y nostalgia. Quizá por eso nos fascinan tanto. Y, así, siguiendo ese sentimiento, muchos guardamos -o guadaremos- objetos familiares que nos sigan transmitiendo emoción y a los que añadiremos la historia propia.
Una de mis primeras “ObeO” con el heredado molinillo de café.
Este poeta que escucha la radio en una radio que por vieja funciona a las mil maravillas dice que…
La sociedad de usar y tirar es la que no respeta la marca humena de las cosas.
Uno se define con lo que tiene en su casa.
No sé si ser tan rotunda en esta última afirmación, quizá porque me asusta un poco definirme con lo que tengo en mi casa. Pero la primera surge precisamente en un momento en el que lo “vintage” parece estar de moda. Supongo que, como todas las modas, tiene un punto de absurdo también, empezando por la importación del nombre. Ahora se llama vintage a todas esas cosas que solemos encontrar en el rastro a precio negociable y con vendedores de dudosa reputación, pero colocadas en tiendas con una puesta en escena exquisita.
Por un lado, devuelven la dignidad a esos objetos aupándolos desde un punto de vista estético, revalorizándolos, haciendo que sea un gusto pasear por esos sitios. Por otra, es inevitable que cobren un punto de vista elitista que antes no tenían, con todo lo que eso implica para el bolsillo, colocándose al mismo nivel que las tradicionales tiendas de antigüedades. Las de toda la vida, pero con otro nombre y otra estética.
A mí me encanta pasear por los rastros y observar maravillada cómo lo que yo vi toda mi vida en mi pueblo ahora son objetos de colección. Herraduras, clavos, grandes llaves de los portones, yugos… Los trillos. Jo. Si mis abuelos hubiesen visto los precios que se alcanzan por los trillos para colocarlos como mesa (por cierto unas mesas alucinantemente bonitas) no darían crédito.
Summum Meditatio a Neruda, con el precioso candil que antes estaba en nuestra bodega.
Supongo que si yo me hubiese criado en un ambiente más urbano lo vería de otra manera. Sería capaz de ver esos objetos de una forma puramente estética, original, vintage, country, de granja. Pero es que se da la paradoja de que, cuando me paseo por esos sitios y veo esos objetos, me veo a mí misma encima del trillo, soy capaz de situar esos clavos en su sitio, y recuerdo abrir con ese tipo de llaves. Veo las cestas, las planchas de hierro, las madreñas… en las manos y los pies de mis familiares y vecinos. En los míos propios.
Ahora, al verlos expuestos en donde sea que estén, envueltos de glamour o simplemente volcados en una sábana en medio de la calle, no puedo evitar sentir un punto de nostalgia y cierto sentimiento de traición, como si asistiese a un despiece y tráfico de recuerdos. Ojo: no es un juicio de valor. No me parece mal en absoluto ni este negocio, ni las bellas tiendas de inspiración vintage. Os comparto, simplemente, una emoción mía que no puedo evitar.
Pero sigamos con Luis García Montero. Resulta que va y me dice que:
Tengo una colección de libros en blanco.
No podía ser de otra manera. Un poeta no debería salir nunca sin algo donde registrar sus ideas. A mí misma me pasa que sólo fuera del estudio se me ocurren las mejores. Aquí, muchas veces, me bloqueo. Luego no quiero ni pensar en un poeta sin un cuaderno. Imagino que acabaría apuntando en servilletas o papeles sueltos, que tiene su punto. Se pueden guardar después en ese mismo libro, para no extraviarlos. Utilizar celo, clips, pegamento en barra. Recortes. Fotos. Menudo libro de recuerdos. Ya vendrá un restaurador/a dentro de 50 años a volverse loco con los óxidos, los ácidos, manchas, etc. Que sufra, que para eso está.
(Si sólo pudiese llevarme un objeto conmigo) intentaría llevarme un cuaderno en blanco para poder seguir escribiendo mis ilusiones.
Un cuaderno tiene que ser como lo que Pérez Reverte escribió en uno de sus artículos de El Semanal -hace ya unos cuantos años- acerca de los vaqueros. Él no estaba conforme (raro es que esté conforme con algo, también es cierto, si no no sería él) con que se vendieran vaqueros desgastados: unos vaqueros atestiguan la vida del que los usa, destiñendo con el paso del tiempo y rompiéndose según la actividad que se lleve o la anatomía del modelo (esto último es mío, porque es evidente que a cada uno se nos rompen por un sitio distinto). A mí ese artículo me marcó tanto que desde entonces sólo compro blú yins.
Si nuestra ropa atestigua lo que hemos vivido, nuestros libros de vida, también.
Luego, como punto final, resulta que Luis García Montero y yo compartimos ese defecto que sólo hace gracia a personas de paciencia infinita, como mi pareja. Esas almas caritativas que te ayudan a hacer inventario cuando sales de casa buscando todo eso que deberías tener localizado.
Soy descuidado y pierdo todos los bolígrafos y las gafas.
… pero, al parecer, nunca su libro en blanco.
“Una invitación al futuro es el cuaderno en blanco”. Luis García Montero