Revista Opinión

Una Gilda de la vida

Publicado el 24 marzo 2011 por Historiadea
Estoy valorando seriamente la posibilidad de teñirme el pelo. Sí, ya sé que es una frivolidad con la que está cayendo, pero ¿qué queréis que os diga si dentro de nada me toca cumplir 40 añazos y no me acostumbro a verme en el espejo con las varias docenas de canas que la última Década Prodigiosa ha dejado sobre mi cráneo?...
Yo siempre me he resistido a agredir mi exuberante y característica masa capilar con tintes, ungüentos y amoníacos varios que pusieran en peligro su extraordinaria vitalidad, así que a lo máximo que he llegado en cuestión de pelos _a los de la cabeza, me refiero_ es a matizar su particular tendencia genética a la pelirrojez con algún reflejito dorado de esos inofensivos que nadie nota a menos que plantes la reverenda cocorota bajo el sol del mediodía. Sin olvidar, of course, allá por mi etapa universitaria, las aplicaciones caseras de henna de herbolario en la susodicha, un método de embellecimiento capilar en el que mi entonces compañera de piso y carrera y ésta que os escribe nos empleábamos a fondo logrando _no es coña_ dos de las melenas más llamativas de la Facultad.
De eso hace ya casi veinte años, que dicho así es como para que te de un infarto por aquello del tempus fugit, casi cuatro lustros en los que mi leonina cabellera no ha necesitado más que un champú diario y apenas un escueto cepillado de vez en cuando para lucir majestuosa haciendo palidecer de envidia a melenudas peliteñidas de tres al cuarto.
Hoy, sin embargo _después de un montón de vida e inviernos que me han ido pasando su voraz factura por la cabeza_, soy yo la pálida envidiosa. Y no ante esas melenas ajenas artificiales y repintadas a las que me refiero renglones más arriba, sino ante la salvaje mata de pelo de mi hija mayor, frondosa, ingobernable, tupidísima, pelirroja, extrañamente celta y que me recuerda a la mía propia de hace años, cuando aún no conocía el devastador efecto del estrés, la ansiedad y los sinsabores sobre el patrimonio piloso y las canas me eran tan ajenas como las patas de gallo o las arrugas en el alma.
Dicen por ahí sin mucho acierto que quien tuvo, retuvo. Y aunque aún a día de hoy puedo soltar mi pelo sin complejos, apenas queda nada de aquella melena esplendorosa que fue, durante mucho tiempo, una de mis señas de identidad, la prueba manifiesta e incontestable de mi fuerza y mi energía, la tarjeta de visita de aquella singular leona que yo era hace casi veinte años y que, desde la atalaya de su juventud insolentemente arrolladora, tenía toda la pinta de irse a comer la sabana y al mismito Rey de la Selva _pelos incluidos_ si se le ponía por delante.
De esa leona, como digo, apenas queda nada capilarmente hablando. Al punto de que, como rumío en este post, estoy valorando seriamente la posibilidad de teñirme después de constatar que todo el pelo que el otoño se llevó me lo está devolviendo la reciente primavera en modo 'cana pertinaz'. Trato, no obstante, de sufrir lo justo _no más_ delante del espejo. Y trato también, a veces hasta lográndolo, de leer globalmente y sin rencor las líneas de mi propio cuerpo, ese que cada día, en su desnudez sin artificios, aún se muestra bello, elástico y a salvo de estrías después de tres embarazos, tres partos y tres postpartos en menos de cuatro años.
Todo indica, por tanto, que la leona transmutará en nueva y colorida especie en pocos días. Aún no sé, del rubio ceniza al rojo caoba, cuál será el tono que elegiré para redecorar mi recién nevada cabellera. Si me ciño a experimentos anteriores, todo apunta a la pelirrojez, a ese color indefinible que tanto me subyugaba en la melena de la bellísima Maureen O'Hara cuando la contemplaba absorta en aquellas películas del Technicolor de mi infancia.
A fin de cuentas, la vida es cíclica y nos acaba devolviendo las estampas más auténticas de nosotros mismos, aquellas gracias a las cuales nos presintieron, conocieron y reconocieron. Y yo, si soy sincera y dejo el disgusto de las canas a un lado, he de admitir que siempre quise ser una de aquellas pelirrojas de cine, epatantes, misteriosas y seductoras capaces de volver loco al mismito Rey de la Selva a golpe de fogosa melena. Sin inmutarme ni, por supuesto, despeinarme.
Una tanguera con pinta de diabla. Una bucanera de cabello prohibido.
Una Gilda de la vida, sí señor.

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