Revista Cine

Una parada en la caída: Open range (2003)

Publicado el 02 julio 2012 por 39escalones

Una parada en la caída: Open range (2003)

¿Qué pudo pasarle a Kevin Costner en la primera mitad de los noventa? Consagrado como director gracias a los previsibles premios recibidos por Bailando con lobos (Dancing with wolves, 1990), asimilado como uno de los galanes con mayor tirón en taquilla más allá de la calidad del producto en que apareciera, convertido tanto en actor de películas de acción y aventura con poca chicha como también en protagonista de películas con más pretensiones y calidad (Un mundo perfecto, Clint Eastwood, 1993) y, siguiendo la línea de los clásicos, fervoroso amante del western hasta el punto de empeñar lo que no tenía en hacerse un nombre entre los legendarios directores del género, de repente, casi de un día para otro, cae en desgracia (algo, el ascenso meteórico y la subsiguiente caída fulgurante, por otra parte, tan común en el Holllywood de siempre) por culpa de sus megalómanos y fallidos proyectos como productor, guionista y director, y se ve abocado a peliculitas del montón, a thrillers de baratillo o dramas lacrimógenos de corto alcance, o como secundario “de lujo” en otras cintas en las que otros galanes e intérpretes lo han adelantado por la derecha. Su ruina económica y cinematográfica como actor y creador tiene una de sus más sonoras excepciones en este fabuloso western, Open range, dirigido y protagonizado por Costner en 2003.

Y es un western estupendo a pesar de sus evidentes carencias. Con unos mimbres muy limitados, incluso pobres, Costner, con guión de Craig Storper basado en una novela de Lauran Paine, crea una película-espectáculo del Oeste que, aunque no ofrezca novedades formales ni narrativas apreciables, bebe directamente de los cánones más clásicos del género, los sigue a pies juntillas, y los hace desembocar en una extraordinaria eclosión final cuyo visionado ya hace que valga la pena acercarse a esta aventura de ganaderos, villanos y venganza. Un antiguo pistolero de tormentoso pasado, Charlie Waite (Costner), ayuda a Boss Spearman (Robert Duvall) a conducir ganado por las fértiles tierras de la frontera hasta llegar a Harmonville, una localidad dominada por un despiadado ranchero, Denton Baxter (Michael Gambon), a cuyo servicio trabaja el corrupto sheriff local (James Russo). Cuando los dos peones de Boss (Abraham Benrubi y Diego Luna) sufren de distinta manera el acoso de los hombres de Baxter, y aunque intentan por todos los medios seguir su camino pacíficamente, a Charlie y a Boss no les queda más remedio que tomar las armas y tomarse la justicia por su mano. Mientras tanto, Charlie se siente atraído por Sue Barlow (Annette Bening), la enfermera del médico local a la que toma por su esposa, que está atendiendo a uno de los chicos que se encuentra al borde de la muerte.

Nada nuevo, por tanto, pero muy bien contado. Lo más sobresaliente de la cinta es la labor de dirección de Costner. Durante los preliminares, Costner se mueve con ritmo pausado, preciosista, casi lírico, gracias a la fotografía de James Muro y a la sensible y envolvente partitura de Michael Kamen, por la belleza y la espectacularidad de los paisajes abiertos del fértil Oeste de Montana y Wyoming, componiendo largos planos abiertos de extensos horizontes dominadas por las colinas y las praderas de aire limpio y verdes pastos, en contraste con lo que más adelante significará el claustrofóbico y amenazante entorno de una ciudad hostil, en especial de sus espacios cerrados (salones y tabernas, despachos, oficinas y tiendas). Esta sobresaliente dirección, sostenida en un magnífico trabajo de cámara, obtiene su culminación en el previsible y esperado tiroteo final, absolutamente prodigioso, merecedor de los mejores calificativos en un género consustancial a la historia del propio cine, muy dilatado por tanto en el tiempo y muy saturado de historias buenas, mejores y peores. Costner se apunta a la línea del western “sucio” marca Leone o Sam Peckinpah, realista, esto es, con tipos de pelos largos, dientes sucios, camisas arrugadas y pantalones remendados, de calles embarradas, olor a boñiga y pequeñas e irregulares ciudades de madera trazadas de manera vacilante en llanuras abandonadas. Costner maneja adecuadamente la tensión creciente del clima de enfrentamiento, carga las tintas de forma un tanto maniquea en la relación entre los protagonistas positivos y sus villanos oponentes, y compone un final glorioso, una de las mejores y más realistas y creíbles (tanto por las armas utilizadas, la estética y la forma del enfrentamiento, el sonido de los disparos, las heridas recibidas…) muestras de un tiroteo en el lejano Oeste comparable a los mejores momentos violentos del cine de Ford, Peckinpah o Leone, estremecedoramente emotivo, brutalmente salvaje. El tono solemne, casi fúnebre, de la segunda mitad del film, notablemente manejado por Costner, contribuye decisivamente a construir un western esquemático, fiel a las líneas maestras del género, pero muy visible y con un final emocionante.

Donde falla el director y protagonista es en dotar a su personaje de ese pasado tremebundo del héroe, una fórmula cuyo desgaste la ha convertido en cliché. Un hombre en otro tiempo aferrado a su revólver, causante de múltiples muertes, que busca en la vida tranquila de las praderas, lejos de los entornos urbanos, la tranquilidad que sus remordimientos le impiden disfrutar. En su encuentro romántico con Sue, la película nada en el sentimentalismo más facilón, con algunos bellos momentos de tacto y sutil contención propios del naciente amor crepuscular de una pareja madura, pero con otros impostados, demasiado elaborados, pretenciosos e incluso risibles (especialmente algún diálogo). Tampoco queda demasiado bien compuesto el personaje de Boss, con un Duvall que se maneja a duras penas (por su avanzada edad) en la piel de un veterano ganadero, y que sirve más bien a ecos y tópicos del western en su contraste entre el ex pistolero joven y el curtido vejestorio que le da consejos, le explica lo que es la vida y le advierte de cómo puede terminar la suya si no sienta de una vez la cabeza con una buena mujer junto a un buen fuego. Michael Gambon resulta demasiado británico en su incorporación del malvado ranchero rival, y Annette Bening, en cambio, sale más que airosa de un personaje-florero que al final se ve envuelta de manera un tanto postiza en la caótica y violenta conclusión. Son esos tics de cine de autor de Costner, consagrados casi siempre a un enaltecimiento sentimental de su propio ego, los que lesionan el conjunto y le impiden tomar un mayor vuelo como película del Oeste y hacerse un lugar imperecedero en el género.

Sin embargo, estas deficiencias no impiden disfrutar de un western maduro, sobrio, repleto de apreciables imágenes en espacios abiertos, carente de matices y de derivaciones narrativas que no se hayan visto ya en clásicos de John Ford o Clint Eastwood pero extraordinariamente filmado en sus momentos de acción, y que contiene un clímax muy estimable. Un western a reivindicar que quedará en el tiempo, no entre los más grandes, pero seguro que como una de las mejores y más sólidas muestras postmodernas de un género al que muchos han dado por muerto en los sesenta, en los setenta, en los ochenta y en los noventa, y que se resiste, por suerte, a desaparecer.


Una parada en la caída: Open range (2003)

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