Hay gente para quien la reinvención idealizada del pasado supone, paradójicamente, un posible ancla que la mantiene a flote de un naufragio presente, aun cuando ese tiempo pretérito esté revestido de fracaso; sin embargo, el fiasco anterior se minimiza: no en vano la lengua ha fosilizado como refrán la expresión “todo tiempo pasado fue mejor”. Tal vez ésta sea la consigna que como verdad lleva a cuestas Eleazar, el quisquilloso personaje principal de la novela de Juan Carlos Méndez Guédez El libro de Esther (Caracas: Lugar Común, 2011), que narra la historia de un amor adolescente que pudo haber sido y no fue, la historia de un hombre que trata de forzar a “ser” ese espejismo, a pesar del desgaste del tiempo y de la reincidencia de la derrota.
Bajo la guía de Piedra de mar, la clásica novela de Francisco Massiani, que funge como estrella de Belén en el trastocado recorrido de Eleazar, la novela de Méndez Guédez supone el viaje en dos sentidos: el físico, hacia los carnavales de Tenerife, donde probablemente viva Esther en la actualidad; y el viaje hacia anécdotas y tiempos transcurridos. Con el primero, Eleazar tratará de rehacer su vida, de reacomodar la historia para remendar su contingencia actual. Su objetivo es encontrarse con Esther, intentarlo de nuevo, con la esperanza de una solución distinta. El segundo, el constante y tal vez el principal, en los términos vitales del personaje, le sirve para refugiarse de sus sinsabores cotidianos: una confirmada esterilidad, un divorcio en puerta, un inminente despido laboral. A Eleazar, periodista encargado de la sección cultural de un periódico de Caracas, la visita a Tenerife, decidida de manera abrupta e irresponsable, le sirve no sólo como proyecto de búsqueda sino también como medio de escape: “No sólo estás aquí por ella. Estás por ti. Estás huyendo”. Eleazar es un hombre adulto que trata de desaparecer como un adolescente. Sumido en el desasosiego y la desorientación existencial, él continuará engañándose, burlándose de sí mismo con versos ajenos: “Huir es el más desconocido de los heroísmos”, hasta que al terminar el carnaval, cuando caen todas las máscaras, entenderá que el retorno es necesario, que tal vez el presente le arrebató la posibilidad de Esther: “Esther es invisible. Esther no existe”. De todas formas, lejos de su país Eleazar comprenderá que quizás también él sea otro, ya no el joven entusiasta con expectativas todavía incumplidas pero realizables, sino el hombre crecido que se quedó solo con sus manías y sus temores, en un instante de necesaria introspección:
Y al tropezar unos con otros es como si estuviese asistiendo a la escenificación de una vida que se multiplica, como si en esa calle festiva de Santa Cruz, en ese segundo intacto del carnaval, yo pudiese convocar en un idéntico sitio las muchas personas que he sido y que voy siendo (162).
Allí se lee algo como una epifanía que resume el momento de afirmación de un trayecto vital ineludible, el paso del tiempo y, con él, la acumulación de experiencias. Con ese reconocimiento, Méndez Guédez parece confirmar la clásica relevancia del viaje como ordenador de la conciencia.
En Venezuela, varias generaciones literarias han crecido, de algún modo, bajo la tutela afectiva y literaria de Francisco Massiani. El libro de Esther es una muestra de ese inclinación por el discurso amoroso-adolescente que Massiani desarrolló en Piedra de mar. En Méndez Guédez hay un homenaje manifiesto a esa novela: El libro de Esther se lee como una reelaboración “palimpsestuosa” de esa obra anterior, revitalizada y adaptada a las circunstancias. De hecho, Piedra de mar representa el código de viejas complicidades entre Eleazar y Esther, entre el joven amante y la muchacha enamorada de otro:
(…) en días más luminosos releía Piedra de mar de Massiani o La última mudanza de Felipe Carrillo (…) Esos dos libros se volvieron el tema recurrente, la clave secreta para comunicarnos, las frases subrayadas para enviarnos mensajes. Por lo menos así lo creí yo, y llegué a memorizar párrafos enteros que hoy ya flotan inconexos en mi cerebro (120).
La misma novela que durante la juventud fue leída con el arrobamiento propio de la edad le sirve a Eleazar para hacer la relectura desde el tiempo y los hechos cumplidos, ya no con el mismo optimismo, más bien con una triste nostalgia. Esos “párrafos inconexos” de Massiani ahora cobran un sentido distinto, que depende más de la perspectiva de Eleazar como lector desarrollado que del punto de vista del adolescente que leyó la novela con total inocencia.
Se debe decir que el ambiguo personaje que por un lado cuida su salud con medidas neuróticas (como el hecho de no usar teléfonos públicos por el temor que le producen las bacterias, o el de cargar consigo productos medicados para el aseo personal), por otro lado se aboca a una persecución sin sentido, casi febril, pues lo que está persiguiendo es su pasado, ese momento en que creyó ser feliz, o, al menos, ese momento en que tenía la felicidad casi a la mano, como quien tiene un vaso de Pepsi Cola consigo. Sin detenerse a pensar en el posible desatino de su búsqueda, Eleazar se lanza sin temor a perseguir lo que podría ser una presencia fantasmal.
Y Eleazar vuelve, insiste en una isla, busca la piedra de mar, porque ésa era la señal de humo que Esther le había lanzado una de aquella tardes en que él leía para ella y ella pensaba en alguien más. Eleazar encuentra la piedra: una volcánica, la más negra. Es su último día en Tenerife, su última oportunidad de recomponer su historia. ¿Acaso Esther está dispuesta a aceptarla? En el intercambio de ese objeto mágico, de esa literatura, está la clave de toda una vida.
Carolina Lozada
Ilustración: “El amor, un sombrero y una canción”, Marc Chagall