
Para empezar, el reparto está compuesto por la misma clase de gente ridícula que puebla las películas de los hermanos Marx: personajes caracterizados a base de elecciones y situaciones absurdas que, indirecta e inteligentemente, contribuyen a incrementar la tensión de un relato que sólo el espectador conoce. Y es que, como exige este género alocado, ningún personaje, en ningún momento, se entera realmente de lo que está pasando. Y todo rematado con unos diálogos muy trabajados, basculando constantemente entre el compadreo de los buddy films, las comedias de adolescentes salidorros y el humor raro del cine indie. Ahí va mi momento favorito como ejemplo de todo esto: la esperpéntica huida en ambulancia con la música de un hit ochentero por excelencia, el Just can't get enough de Depeche Mode. Un cóctel ochentero muy bien armado, dosificado y llevado.
La película también recrea con ingenio la forma de filmar el suspense en los ochenta, la que universalizó Steven Spielberg hasta convertirla en un canon narrativo para los milenials que crecieron con los títulos más comerciales y rompedores de sus primeros años. Es una forma de preparar para el susto y de asustar a la audiencia que, en aquel momento, nos pillaba totalmente desprevenidos, y que percibimos entonces como una vuelta de tuerca a lo que habíamos conocido gradias al maestro Hitchcock. Pero ahora, con el ojo entrenado por tanto cine acumulado en las retinas, mayores y jóvenes lo anticipamos sin problema. En esto la directora parece haber renunciado adrede a introducir algún cambio --por coherencia estilística quizá-- que impida que anticipemos todos y cada uno de los estallidos de acción y violencia. Sin excepción.
No es la película del año, pero sorprende por la habilidad en el despliegue de un enredo colosal a partir de una anécdota mínima. Un entretenimiento comercial claramente por encima de la media que merece que le demos una desacomplejada oportunidad.