Tres son los motivos principales para acercarse a esta película de ínfulas intelectuales estrenada en 1991. La primera, su personaje protagonista, Franz Kafka, en el tiempo en que trabajaba en una compañía de seguros y daba sus balbuceos en el mundo de la escritura. La segunda, su director, Steven Soderbergh, cineasta de indudable talento que, sin embargo, insiste en combinar anárquicamente títulos muy estimables con absolutas vulgaridades, cintas marcadamente comerciales y más bien banales con otras en las que demuestra intereses y destrezas más que notables. La última, su reparto, que incluye a intérpretes como Jeremy Irons, Alec Guinness, Theresa Russell, Jeroen Krabbé, Joel Grey, Ian Holm y Armin Mueller-Stahl.
Filmada en blanco y negro (salvo un pasaje muy elocuente) entre la República Checa y el Reino Unido, la cinta aspira doblemente a recrear el universo kafkiano, trasladando en la puesta en escena y la labor de ambientación el mundo asfixiante y la atmósfera obsesiva que recorre algunas de las más importantes y celebradas obras del autor checo, y salpicando la trama, supuestamente de intriga, de continuas referencias a aquellas obras que el protagonista habría de escribir, en teoría, inspirándose en esas vivencias que ficciona la película. Es decir, lo que la película propone es una fantasía en la que Kafka, como personaje, vive en parte, como aventura y experiencia personal, algunas de las peripecias que nutrirán posteriormente sus obras, en el marco de un desarrollo dramático que combina el uso arbitrario y opresivo del poder de coerción política y las sociedades secretas revolucionarias opuestas a la tiranía, además de ecos del futuro inmediato que, de la mano del nazismo, habría de asolar Europa pocos años después.
Así nos encontramos con el joven empleado Kafka (Jeremy Irons), que, en la Praga de 1919, trabaja como un oficinista más en el monstruo burocrático que implica la gran compañía de seguros que dirige Clerk (Alec Guinness). Amplios espacios llenos de mesas y máquinas de escribir, anaqueles atiborrados de archivadores y papeles, sótanos y depósitos de documentos llenos a reventar de cajas, carpetas y expedientes, la apoteosis de la burocracia puesta en imágenes que a menudo se construyen con la cámara moviéndose por los pasillos, entre las mesas, siguiendo a unos personajes o siendo seguida por otros, un laberinto aparentemente caótico en el que Kafka solo es una pieza más de un engranaje perfecto en el que cada papel tiene un sitio y cada trámite un tiempo, pero en el que nadie escapa de su parcela, ve más allá de su función concreta. La muerte de un amigo le pone tras la pista de la amante de este, Gabriela (Theresa Russell), también empleada de la compañía, y da inicio a una peligrosa investigación en la que, además de burlar al celoso supervisor de la oficina, Burgel (Joel Gray), posible confidente de la policía, debe vérselas con un extraño grupo subversivo de tintes revolucionarios que se opone al autoritarismo que desde El Castillo se ejerce sobre la población, y del que al parecer el amigo de Kafka ha sido víctima. El inspector Grubach (Armin Mueller-Stahl) no parece tan interesado en esclarecer el asesinato como en entorpecer las andanzas de Kafka, que se ve ayudado por uno de sus lectores más agradecidos, que además es sepulturero en el cementerio (Jeroen Krabbé). La pista que sigue Kafka en la investigación de la muerte de su amigo le lleva a unos misteriosos informes médicos sobre los empleados de una mina de Silesia, y a conocer a un misterioso Dr. Murnau (Iam Holm) que realiza extrañas actividades dentro de las entrañas del Castillo…
El batiburrillo resulta fallido porque queda anclado en la superficialidad, en la mera emulación. Sin terminar de aprovechar en todo su potencial el uso de la fotografía expresionista en blanco y negro en las localizaciones urbanas de Praga, el guion se limita a conectar episodios reconocibles de la obra del escritor (de El Castillo, El proceso, La colonia penitenciaria, Carta al padre, más alguna mención verbal que hace el propio Kafka a la obra en la que se encuentra trabajando en el momento en que transcurre la acción, La metamorfosis, en la que “los personajes se convierten en insectos”) en breves retazos para intentar construir así el tono y la atmósfera de su historia. Los sucesivos giros y cambios de situación, además de la inexplicada actitud de algunos personajes y de una construcción que parece más encaminada a burlar continuamente las expectativas del público que contribuir a la solidez del conjunto proporcionan la sensación de gratuidad y de capricho narrativo, de impostura, de simple apariencia, alejada en última instancia de la auténtica esencia de la literatura kafkiana, un absurdo provocado por la lógica fría e inapelable de una burocracia omnipresente y omnipotente. Soderbergh y el guion de Lem Dobbs llevan, sin embargo, la historia hacia el complot político que, en la línea de los experimentos médicos de los nazis en los campos de concentración, aspira a la dominación de los seres humanos a través de la doble vía de la obtención de superhéroes según las pautas de Nietzsche y del embrutecimiento provocado en el resto, la masa de no elegidos.
La supuesta trama criminal navega así caóticamente entre continuas citas filosóficas y apelaciones a la historia que viene, los extractos de las obras de Kafka y la auténtica biografía del escritor, en un cúmulo de referencias que se anulan entre sí y que llevan el conjunto a la incoherencia y a la impostura, tanto en la evolución de las situaciones como en la interpretación de un protagonista, Jeremy Irons, que en ningún momento resulta creíble como encarnación del autor checo, caricatura del ser tímido, apocado y vacilante, cobarde y pusilánime, sin rastro de la jovialidad y del espíritu amable y risueño del verdadero Kafka. Así, la película se ciñe a la construcción superficial, visible, de lo más tangible del universo kafkiano, mientras que huye de reflejar acertadamente la naturaleza esencial de su perturbación, mientras que su condición de lúcida advertencia sobre la sociedad moderna se reduce a la estrechez del complot político con un final insatisfactorio que termina de echar por tierra los pocos méritos que la película hubiera podido reunir como tributo a uno de los más grandes y reveladores autores del siglo XX.