Por Pedro González-Barba
Anoche, como todas las noches, acompañé hasta su habitación a mi hijo pequeño cuando le llegó la hora de acostarse. Se llama Pedro, y tiene diez años. Es una especie de ritual que, lo reconozco, algunos días me cuesta realizar. Hay que subir las escaleras de casa y, a veces, estoy con algún libro en mis manos o, simplemente, me da pereza subir esos escalones. Pero siempre termino subiéndolos, siempre termino cumpliendo el sencillo ritual, el mismo que millones de padres realizan cada noche con sus hijos y que no es otro que despedirse de ellos arrancándoles una última sonrisa, leerles un cuento o improvisar cualquier historia.
Anoche, cuando entré en su habitación, lo primero que vi es que todo estaba desordenado. Le pedí explicaciones y me contestó, bromeando, que había estado jugando con un "amigo invisible". Fue entonces cuando me emocioné y arrepentí al mismo tiempo, pues recordé que, unas horas antes, le había prometido jugar con él. Y se lo prometí porque, esa mañana, mientras trabajábamos en el salón uno al lado del otro -él como alumno y yo como profesor- noté, en un determinado momento, que había dejado de trabajar. Estaba triste y con la mirada baja. Imaginé que no le estaría saliendo alguna de las operaciones de Matemáticas, o que no encontraba la respuesta correcta de algún formulario. Pero, como después de un buen rato seguía con la misma mirada, le pregunté al fin qué le pasaba, y me contestó que, justo a esa hora, jugaba todos los días con sus amigos en el Recreo. Por fin lo comprendí todo. Pero él siguió hablando: quería volver a reírse con las bromas de sus amigos, jugar al fútbol con el equipo de nuestro Colegio, reunirse con ellos en el Comedor y, lo que más me gustó, volver a ver a sus profesores.
Me quedé impresionado, y aproveché para contarle que a mí, con su edad, me pasó algo parecido, pues tuve que pasar varias semanas en casa por una enfermedad, pero con la diferencia de que mis hermanos, mis amigos -todos, en definitiva-, siguieron con su "vida normal". Le dije también que, al principio, estaba contentísimo, ya que la situación significaba librarme del Colegio durante un tiempo. Sin embargo, conforme iban pasando los días, me iba desesperando más y más. Fue entonces cuando descubrí en serio la lectura, que tanto me alivió durante aquellos días y que sigue haciéndolo ahora.
Cuando, hace ya tres semanas, comenzó el aislamiento que todos estamos padeciendo, lo primero que pasó por mi cabeza fue el recuerdo de aquellos días de mi infancia. Y es que, aunque las circunstancias sean totalmente distintas, muchas de las sensaciones son idénticas. En este sentido, en lo que encuentro más parecido es en el hecho de añorar aquello que -aunque no sepamos verlo- nos hace ser felices: la "rutina". La mía empieza en casa con las inevitables prisas antes de salir. Después, ya en el Colegio, llega el primer encuentro con mis compañeros, las primeras bromas y risas en los "maitines" para, después, abrir la puerta del aula que espera, cada mañana, llenarse de vida. Y una rutina que termina, finalmente, en casa, con la felicidad y la satisfacción de haber pasado un día más.
Tengo la gran fortuna de poder hablar con mis alumnos de lo que me apasiona, sobre todo la Historia, y de pertenecer a un Colegio que siempre me ha dado libertad a la hora de impartir mis clases. Varias veces me han preguntado si no me aburre contar a lo largo de un día una y otra vez las mismas "historias". Mi respuesta, tajante, es que no. ¿Cómo puede aburrirle a alguien hablar sobre lo que más le gusta? Además, no existe una clase igual a otra. En cada una de ellas surgen preguntas distintas por parte de los alumnos; en cada una de ellas surgen anécdotas distintas, enfoques distintos. Y, en cualquier momento, además, puede llegar la sorpresa que no esperabas y que puede emocionarte, como, por ejemplo, cuando, al terminar la clase, algún alumno se acerca para darte las gracias.
En definitiva, al igual que mi hijo, yo también necesito mi rutina. Sólo así tiene sentido lo demás; sólo así tienen sentido esos momentos especiales que tanto esperamos... Sólo así tiene sentido la vida.