El villano hiperbólico por Ricardo J.G.
Decía Rüdiger Safranski en su esplendido ensayo (El mal o el drama de la libertad) que no hacía falta recurrir al diablo para entender al mal, que el mal pertenecía al drama de la libertad humana, que el hombre —en tal que “animal fijado”— es en realidad rehén de su conciencia (“la conciencia hace que el hombre se precipite en el tiempo”) y que el mal no es en realidad ningún concepto sino un nombre para lo amenazador. Sin embargo, después, y al desglosar el caso de Adolf Hitler (al que el estudioso califica de “poder demoníaco”) se planteaba algo incluso más interesante, citando a Goethe, “pero cuando más terriblemente se presenta lo demoníaco es al emerger en algún hombre, predominando en él (…) No siempre son los hombres más distinguidos, ni por espíritu ni por talento, y raras veces se acreditan por una bondad de corazón. Pero de su interior emana una fuerza enorme, y ejercen una fuerza increíble sobre todas las criaturas e incluso sobre los elementos”.
Al protagonista de Boss, la serie de Starz, cabría aplicarle la definición y comprobaríamos que no solo encaja en ella sino que se siente cómodo en ese territorio donde (en palabras de Safranski) “el uso de la moral se reduce a la esfera privada”). Ese sea probablemente el mayor atractivo de la serie, su profunda conexión con un concepto de maldad que ha sustituido el poder como medio para convertirlo —sin tapujos— en el fin último y definitivo. Pero esa virtud de índole inequívocamente shakesperiana es también su mayor defecto: efectivamente, tanta trascendencia puede resultar cansina incluso si el villano es alguien con el magnetismo de Kelsey Grammer. La reflexión de la política como alcantarilla no es nueva (ni mucho menos, The thick of it, K Street o la propia The wire ya pusieron antes su pica en Flandes) pero en Boss el hedor es —en ocasiones— insoportable.
Demos un paso atrás: Boss es una serie estadounidense que cuenta la historia del alcalde de Chicago, Tom Kane (apabullante Grammer) desde el momento —no es un spoiler, sucede en el primer minuto del piloto— en que se le diagnostica una enfermedad mortal. La empatía le dura al espectador unos diez minutos, los que tardamos en comprobar que el tal Kane es la reencarnación de Maquiavelo con un par de secuencias del ADN de Charles Manson y otro par del Marqués de Sade. Corrupto, empozoñado, incapaz de mostrar ningún tipo de sentimiento por nadie (incluida su hija) y rodeado de un equipo que le teme y le adora a partes iguales (el equilibrio entre ambas sensaciones virará inexorablemente hacía lo primero a medida que avance la serie) el señor alcalde es un hijo de puta que vendería a su madre por un voto y que considera que hay en él una vertiente divina que le permite decidir la suerte de los que le rodean (hablamos de vida o muerte, literalmente). Esta suerte de Napoleón con rasgos esquizo-paranoides personifica (maravillosamente bien, si me preguntan a mí) la textura que ha adquirido la casta política en los tiempos modernos a ojos del votante: la de un monstruo sin conexión con la realidad para la que el ejercicio del poder ni siquiera debe tener un beneficio económico (aunque lo tenga, faltaría más) sino que ha de conducir a un estado de pánico inducido al conjunto de la población hasta convencerla de que no sobrevivirían sino fuera por la presencia del altísimo (el propio político).
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