Desde aquí y hasta donde puedo recordar, el miedo siempre me ha dominado. Esa es la impresión que tengo. Eso pienso. Y quizás no sea tan cierto. Triste, pero cierto, la mente me engaña con facilidad y suele ser mi peor enemigo. De ahí que tenga que pelearme conmigo, con mi esposa, con mi familia para convencerme de que no es así, de que el miedo no debe ser tan fuerte, que la voluntad tiene que sobreponerse.
Pero entonces viene el espejo, y me miro y no puedo: el miedo me vuelve a vencer.
Y me regreso a la cama y me tiro para no levantarme. Pero salgo al trabajo y lo hago con miedo, con esa idea permanente de que pronto pasará, de que llegará el momento en que no habrá más necesidad de hacerlo. Llego con miedo a la oficina y salgo de ella también con temor. Pero algo ha cambiado. No me di cuenta, no me quiero dar cuenta.
Entonces llega el fin de semana en que veo a mi psicóloga y me dice. No no me lo dice. Me lo hace ver. Me lo presenta como si fuera mi propia idea. Pude vencer el miedo. Al menos por momentos. Cuando me levanté de la cama, cuando salí de la casa, cuando me metí al metro, cuando hice mi trabajo, cuando lo di por terminado. Primero por jornada, y luego a la semana y luego al mes. Día con día. Supongo que así se van venciendo los miedos, poco a poco, casi sin darse cuenta. Como quien escribe primero una palabra y luego otra y cuando te das cuenta llevas una página entera. Y te desahogaste y liberaste tus demonios y sentiste por una vez más el soplo de un poco de valentía.