Foto de Rosario Garrido
dedicado a Rafael Yáñez, por si logro despertarle una sonrisa.
Yo trabajaba ¿saben? en una empresa que fabricaba componentes electrónicos para multinacionales. Conseguíamos estropear cualquier electrodoméstico a los dos años de cumplirse la garantía.
Un día me despidieron, con otros. De repente. Sin previo aviso.
La empresa tuvo la gentileza de regalarnos un curso de "refuerzo del ánimo y búsqueda activa de empleo", tal era el nombre.
El conferenciante dedicó una hora a convencernos de que todo lo sucedido había sido culpa nuestra. Yo era quien sostenía las riendas de mi vida, y un pensamiento positivo era la llave que abría todas las puertas al éxito. El despido, antes que un infortunio, era una oportunidad para alcanzar hitos más altos. Todo dependía de la fuerza de mi espíritu, de mi ánimo.
La hora restante, aprendimos papiroflexia.
Imbuido de espíritu positivo me dirigí a una librería, en concreto a la sección denominada "libros de autoayuda". Me sorprendió la cantidad y variedad del género expuesto, y confieso que me sentí desorientado. Necesitaba consejo. Bajo el letrero "búsqueda de libros" un joven se afanaba en teclear sobre la superficie acristalada de un enorme teléfono móvil.
- Disculpe. Busco un libro.
- ¿Si? - la mirada seguía pendiente de la pantalla.
- Verá, es por el ánimo, ¿entiende? Necesito un estímulo.
- Un momento.
El joven se levantó y volvió al cabo con un libro (profusamente ilustrado) con el título Kamasutraque, si bien no dejaba de tener su interés, no respondía exactamente a lo que andaba buscando. Azorado, decidí retomar la búsqueda por mí mismo.
De nuevo ante la estantería, un volumen llamó mi atención: "La verdadera clave de la felicidad", obra del doctor Joseph Diedermann, profesor de Psicoayuda Evolutiva en la Universidad de Woolford, California, EEUU.
Entusiasmado, me dirigí a casa dispuesto a embeberme del conocimiento de tan sabio prohombre.
El autor defendía con férreos argumentos neurológicos que la clave de la felicidad radicaba en el olor. Los aromas, que teníamos tan olvidados, facilitaban que nuestro sistema límbico se inundara de paz, reposo y equilibrio, tan necesarios en la vorágine de la vida actual. Riguroso como soy, procedí a la quema sistemática de grandes cantidades de lavanda, cedro, albahaca y bergamota, amén de otras sustancias de difícil pronunciación. A las dos semanas, la recurrencia de vómitos propios y denuncias por parte de la Comunidad de Vecinos me convenció de abandonar el empeño.
De nuevo en la librería, Margaret W. Hedger, profesora titular del "Instituto Hall Blanc de Concienciación Humana" me prometía la felicidad en 10 cómodos pasos. Como me considero de natural metódico, la idea de programar un camino hacia el bienestar interior me atrajo de enseguida.
Una vez en casa, me sorprendió gratamente que el primer paso tuviera por título "Aprenda a respirar". Como lo de insuflar aire a los pulmones es algo que tengo sabido desde nada más nacer, creí conveniente pasar al siguiente capítulo. De nuevo una sorpresa: "Aprenda a escuchar". Una vez más, la autora afrontaba el estudio de una función corporal que domino a la perfección: la de oír, puesto que a mis 52 años todavía disfruto de una audición perfecta. Así, uno tras otro, pasé raudo por todos los capítulos. Tan sólo en "Escuche a su corazón" sopesé la necesidad de comprar un fonendoscopio “Littman”.
Finalmente, y en apenas quince minutos, había ojeado el libro en su totalidad sin encontrar nada que no supiera. Creí que había sido víctima de una estafa, y decidí a tener más cuidado en la elección del siguiente libro.
Tras dedicar unos instantes a la reflexión y la papiroflexia, bello arte en el que había conseguido avances significativos, me encaminé a la librería, en donde ya me conocían.
Hubo sucesivos intentos con acupuntura, autohipnosis, yoga, senderismo, jardinería, enemas curativos o musicoterapia. Todos ellos, a la larga, infructuosos. Iba camino de abandonarme al desánimo cuando mis tristes ojos se posaron en un volumen: "La sociedad animista". Me sorprendió encontrar un libro sobre el ánimo entre otros dedicados a la antropología. Supuse que se debía a un error.
¡Era mi libro, sin lugar a dudas! Existían sociedades enteras dedicadas al ánimo. Según creí entender, el asunto consistía, básicamente, en adorar al sol y las cosas que nos rodean, participando en ritos de agradecimiento a la lluvia, los árboles y animales. La pertinaz sequía, endémica en Castilla, me impidió lo primero, pero, por fortuna, en la acera de enfrente languidecía un pírrico platanero que el ayuntamiento había abandonado a su suerte. En las horas que pasé junto a mi árbol me hice amigo de infinidad de dueños de perros, a los cuáles yo idolatraba (a los perros, no a los amos) en mi nueva condición animista. De hecho, me compré un labrador, que me acompaña desde entonces.
Un amigo (dueño de un dálmata) me consiguió trabajo, y todo fueron parabienes salvo en un mínimo detalle: la adoración al Sol me obligaba a entablar loas al astro en el momento de su aparición, a las seis de la mañana, desde la terraza de mi casa. Elegí la fórmula milenaria que el faraón Akenatón empleara todos los días en la ciudad de Ajetatón, junto a la hermosa Nefertiti.
Acumulo tantas denuncias de la Comunidad de Vecinos que empiezo a preocuparme.
Pero si me siento bajo de ánimo, sólo tengo que reposar, junto a mi perro, practicando el noble ejercicio de la papiroflexia.
Eso es, en definitiva, la felicidad.
Antonio Carrillo