Revista Cultura y Ocio
En realidad, no es una tarde la que paso en el hospital, sino casi todas: abandono esa prolongación de mí mismo que es el ordenador, ante el que consumo mis días, cruzo el parque de Battersea y me adentro en Chelsea para reunirme con Ángeles a la salida de su trabajo. Casi siempre he de esperarla un rato en el vestíbulo del centro, y aprovecho esos minutos para leer El País, que compro en una tienda cercana, regentada por indios. Eso hice hace algunos días: hojear el diario y picotear en algunos artículos. Alcancé a leer uno entero, repugnante, del tertuliano Amando de Miguel, a cuyo privilegiado cacumen y exquisito sentido moral El País no tiene empacho en ceder su mejor tribuna de opinión, y una noticia sobre los 105 millones de euros que Esperanza Aguirre, condesa de Bornos, condesa de Murillo y Grande de España, y su monaguillo, Ignacio González, habían dilapidado en la faraónica —y hoy fantasmal— Ciudad de la Justicia de Madrid. Nada nuevo, en realidad: la prensa española viene cargada de obscenidades así desde hace años. Tuve tiempo de leer también una columna, "Verano del 45", en la que Javier Rodríguez Marcos elogiaba la defensa de los servicios públicos que habían hecho los laboristas británicos después de la Segunda Guerra Mundial, y que había redundado, entre otros avances, en la creación del Servicio Nacional de Salud. Mientras leía todo esto, veía por el rabillo del ojo lo que pasaba a mi alrededor. Un matrimonio judío —él, con los tirabuzones parietales de los ortodoxos, y ella, con el pelo recogido en un paño multicolor y aspecto de colona de Gaza— se cruzaba a la entrada del hospital con un grupo de musulmanas embalsamadas en sus negrísimos capisayos, pero todos se comportaban como si los otros no existieran. Pensé en la necesidad que tiene tanta gente de afirmar su pertenencia al grupo, de uniformarse y actuar como la horda exige de ellos; gente para la que la libertad de pensamiento y de conducta se subordina a los dictados del clan —o, sin ningún remordimiento, se suprime—. Reparé también en la obsesión de las religiones con el pelo de las mujeres: esconderlo es la forma inmediata que tienen todas de proclamar que están sometidas a la doctrina y, por lo tanto, a la moral sectaria. Y, cuando estaba pensando esto, se me vino a la memoria, no sin algún estremecimiento, la escena de Gilda en la que Rita Hayworth (que, pese a representar la esencia de lo norteamericano, era hija de un bailarín español, pariente, a su vez, del escritor Rafael Cansinos Assens) canta Put the blame on Mame y menea el pelo, rojo, como una prolongación llameante de su cuerpo. También vi a alguien a quien llevaban en camilla hasta una ambulancia aparcada a la entrada. Se tapaba la cara con una toalla y daba gritos, pero no continuos: tras una pausa de segundos, el enfermo o accidentado soltaba un chillido corto y agudo; y así siguió, como una alarma humana, hasta que lo metieron en la ambulancia. Sin embargo, lo que más consciente me hacía de estar en un hospital era el anciano sentado, muy cerca de mí, en una silla de ruedas. Era un hombre viejísimo, completamente encorvado, que no me habría extrañado que hubiese combatido en la Segunda Guerra Mundial (y hasta en la Primera). Una sonda le asomaba por el pecho, aunque no podría decir por dónde le entraba (o salía). Lo atendía una señora, también bastante mayor, negra, que le había envuelto las piernas con un suéter, quizá para ocultar el itinerario de la sonda. La mujer le aguantaba un móvil en el oído, y el hombre, con un inglés agujereado por la edad, pero encendido por la indignación, se quejaba de que llevaba mucho tiempo esperando una ambulancia, y de que quería irse a casa. Repetía constantemente: I want to go home, I want to go home, y, cuando expresaba aquel deseo elemental, el tono de su voz subía todo lo que podía subir, hasta hacerse trémula, frágilmente imperativo. Como apenas podía moverse —el pobre hombre ni siquiera era capaz de sujetar el teléfono—, todo lo demás que comportaba aquella conversación lo hacía la asistente: hablar con el recepcionista, traerle al anciano un café para aliviar la espera, reacomodarle el jersey-sábana que se desajustaba por la agitación... Cuando la conversación se interrumpía, el viejo caballero proseguía su queja con un pizzicato de ayes: ah, ah, ah, ah, ah, que punteaba de dolor, o, peor aún, de incomodidad, el silencio del vestíbulo. La mujer intentaba aplacar aquel gorjeo turbador y le acariciaba el hombro, aunque sin demasiada intensidad; era obvio que juzgaba improcedente una caricia demasiado vigorosa o prolongada. Pero el hombre no cejaba en su alteración, tan persistente como su espera. "El pobre lleva así desde las cuatro", me susurró entonces una señora que se había sentado a mi lado. Eran casi las seis. Se me hizo inverosímil que se tuviese esperando dos horas, en la gelidez de un hall, a una persona a la que había que trasladar en ambulancia, tan mayor, entubada, sin otra ayuda ni consuelo que los que ella misma pudiera procurarse. Y pensé que los hospitales españoles sufren, como todos los hospitales del mundo, aglomeraciones y desbordamientos, y que presentan deficiencias, también como en todas partes, pero que los servicios de atención al paciente no habrían abandonado a su suerte, en el recibidor, a alguien tan mayor, ni a nadie. En este, en cambio, moderno, rigurosamente enmoquetado, con una fotografía de la reina en una pared principal, sin un enfermo en los pasillos y envuelto en un silencio de balneario (salvo por las exclamaciones desesperadas de quien apenas tenía fuerzas para expresar su desesperación), un anciano desvalido llevaba dos horas, con la sola compañía de su cuidadora, peleando con la desidia del mundo. Releí las líneas en las que Rodríguez Marcos evocaba con admiración aquella representación orgullosa del Servicio Nacional de Salud en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres, pero vi que Ángeles ya salía del despacho, doblé el periódico, me levanté y nos fuimos, pimpantes, a merendar a una cafetería de King's Road.