UNAS BOTAS PARA GABRIELA
Recuerdo aquel día como si fuera hoy.Era marzo. Los días comenzaban a crecer tímidos pero imparables. Como ahora. Había que madrugar al día siguiente. Mucho. Yo no quería perderme ninguno de los acontecimientos que iban a inundar el predio aquella madrugada. El campo no daba para demasiadas novedades.Mamá me envió a la cama temprano.Mi habitación era ésta. La hemos pintado de rosa. Espero te guste. Cuando era la mía las paredes lucían blancas. Papá la pintaba todas las primaveras. La ventana mira al Oeste. No hay mejor lugar para contemplar una puesta de sol. Allá al fondo está el mar. Mediterráneo del azul de mis ojos. Media hora de paseo a caballo entre manta verde y bosque. Un placer llegar a la orilla, descalzarse, besar la arena húmeda, y llenar los pulmones de aire para tragarse el mar. Sabe a sal. Me agrada el sabor a sal. Como te iba contando. Aquel día, más tarde que noche, me acosté después de presenciar el espectáculo del astro. Aunque ya era una experta, estaba emocionada y nerviosa. No podía dejar de acariciarme el cabello. Esa tarde la peluquera me lo había dejado liso, suave, y unos diez centímetros más largo. Había repasado una y otra vez los pasos que tenía que dar en la pista del recinto, cómo debía sonreír a los presentes, y cómo conquistar al jurado. El inevitable jurado. En la vida, como verás, uno nunca se deshace de ellos. Todo un vicio el juzgar. Una vez en cama, no podía dormir. De un lado al otro me movía, y me escurría entre las sábanas una y otra vez como una lagartija. Te gustarán las lagartijas. Son pequeñas y rápidas. Finalmente encendí la luz de la mesilla, me levanté, y revisé, por enésima vez, la vestimenta para el gran día. Una camiseta blanca de algodón, tejanos azules nuevos, diadema rosa, y las preciosas botas de agua Hunter, que desde Londres, me había enviado la tía Paz envueltas en papel de seda lila. ¡Eran las botas más bonitas del mundo! Media caña. Plástico y suela de caucho, forro de fieltro azul. Color base naranja como mi pelo, adornadas con unas ramas verdes que se enroscaban entre sí, y que coronaban con primor abubillas orgullosas de su pico y de su cresta. Cada bota tenía ocho pajaritos. Les puse nombre. La gente del campo bautizamos a nuestras bestias. Son fáciles de aprender. Los de la bota izquierda, y de abajo arriba las ocho últimas letras del abecedario. Los de la bota derecha, en el mismo orden, los ocho primeros números primos. Paz las envió con una nota en la que decía que cada uno de ellos eran mis pecas, pero yo tenía más pecas que las botas pájaros. Conservo ambas. Lo verás. No sé a qué hora me acosté esa noche, pero cuando sonó el despertador a las cuatro de la madrugada, pulsé el botón de apagado. Desperté a la hora acostumbrada, me vestí y desayuné con una celeridad desconocida. Llegué al polígono de Alaior con mamá poco antes de que abrieran al público el pabellón de muestras.Allí esperaba mi gran maestra geógrafa: Marilyn, la singular, inmensa y sabia Marilyn. Estaba reluciente. Nuestra Galicia parecía un lucero, y el resto del país se movía al ritmo lento de una música suave. No me cansaría nunca de acariciar nuestra Cantabria y la secreta Asturias. En sus carnes se encerraba la península, y si te fijabas bien, también había restos de otras tierras lejanas.A las nueve abrieron puertas, y el pabellón comenzó a llenarse de visitantes, que al igual que nosotros aguantaban estoicos las pequeñas goteras. Lo más fácil del mundo era distinguir a las gentes de ciudad de las del campo, no por la piel curtida, sino por la forma torpe y gatuna de acariciar a los animales, como si éstos les fuesen a devorar la mano o algo mucho peor. Marilyn comenzó a ponerse nerviosa, muy nerviosa. Conocía esa inquietud previa. Dicen que no tienen entendimiento, pero Marilyn sabía cómo pedir las cosas. Preparé el cubo para los deshechos, aparté su cola, y Cataluña expulsó la mayor boñiga que había visto nunca. Recibí mi bautismo como payesa, ante la mirada divertida y orgullosa de papá, y la sorpresa de algunos asistentes. ¡Nunca le he perdonado aquella risa!Aterrorizada corrí a los baños desangelados y fríos que estaban en una discreta esquina del pabellón. Me quité la camiseta, di gracias por llevar una interior de tirantes, metí la cabeza bajo el grifo del lavabo, a medida que aquella mezcla vegetal y biológica iba saliendo, el pelo se encogía como un muelle. Aguantaba las ganas de vomitar a cada segundo, mientras pensaba en inventar unos pañales para vaca. Para una vaca frisona. Una lechera de campeonato con mierdas 6XL. Tan concentrada estaba en la tarea, que ni siquiera me di cuenta de que mamá había entrado en el baño con una toalla y un frasquito de colonia. ¡Era fascinante todo lo que podía transportar aquella mujer en aquel bolso en el que no me dejaba hurgar nunca! Estaba deseando hacerme mayor para tener uno. Ese día desfilé con el pelo chorreando, la piel de gallina, los dientes tocando palmas, y el pantalón con un par de churretes color chocolate olor mierda. Sólo permanecieron impecables, las botas, mi sonrisa y la imponente Marilyn, que por tercer año consecutivo volvería a ser la ganadora indiscutible del Concurso Morfológico de vacas frisonas.Tú desfilarás con Marilyna, su tataranieta o algo así. Cuando te iba contando esta historia, de repente, comenzó a correr un líquido entre mis muslos, medio transparente y espeso. Nada iba como estaba previsto. Con toda la potencia que mis pulmones y el súbito dolor me permitían chillé, mientras sentía como un gusano se deslizaba entre mis piernas partiéndome en dos. No recuerdo más. Cuando llegaron los hombres estábamos las dos sentadas en lo alto de la escalera. Tú eras un bulto rosa con pelusa negra, yo un manojo de nervios que te abrazaba contra el pecho para darte calor. —Ésta es Gabriela. Alguien le habló de la belleza del mar y le entraron las prisas. Tengo pies. ¿El ternero? —pregunté.—Mamá, todos los años me cuentas la misma historia.—Es tu historia. —Es mentira—replica Gabriela con aire de suficiencia.—¿Por qué dices que es mentira?—Mi amiga Lucía dice que nací en un hospital como todas las demás.—Lo que tú digas. ¡Adolescentes!—A-do-les-cen-tes- se burla Gabriela.—¿Usas ya el treinta y ocho?—¿De qué?—¡De pie!—Sí. Soy toda pies y nada de cabeza ¿recuerdas?Mamá desapareció de la cocina, Gabriela aprovechó para subir a su habitación, cogió su mochila, la llenó con dos camisetas blancas, un par de tejanos, unos calcetines, un neceser con lo básico, champú, peine y colonia, y no olvidó el secador de pelo, por lo que pudiera pasar. Mañana tocaba desfilar con Marilyna, que era mucha Marilyna. ¡Cómo su tatara!Contemplaba con orgullo lo bien que había preparado todo. Mamá asomó por el quicio de la puerta de su habitación con una caja de cartón.La posó en sus manos.—¿Es para mí? —preguntó la niña ilusionada. —Sí, aunque dudo que la merezcas. Cuando Gabriela la abrió, fue saludada por unas botas, unas abubillas y una nota firmada por la difunta tía Paz que hablaba de pecas y aves.® Luisa L. CortiñasMás relatos en http://www.bubok.es/libros/237797/Semana-de-prodigios