Revista Cultura y Ocio

Unas confidencias de amigos

Por Calvodemora

Unas confidencias de amigos
Vivir uno en sus cosas y apenas prestar atención a las ajenas tiene su punto de vértigo. Puede llegar el momento en que te apetezca quedarte dentro para siempre o te de el punto, salgas, y entonces ya no desees regresar al interior. Lo ideal, dice mi amigo K., es hacer funambulismo entre la realidad y tu cerebro. Si te das un atracón de una, te revuelcas en la otra. O viceversa. Él dice que necesita mucha calle para regresar luego a casa y sentirse a gusto en ese vaciadero doméstico, en ese refugio aceptado. Es el perímetro invisible. Cada uno establece el suyo. Eso de las líneas crea compartimentos más o menos estancos, reductos, búnkers de lo mundano, pequeños o grandes refugios en los que dejarse vivir. Contrariamente a lo que este pensamiento pueda parecer, hay júbilo dentro y es razonable que lo haya afuera. Los días se presentan antojadizos. Los hay grises, reventones de fatalismo, y los hay exultantes como una resaca de besos. Hay días que parecen ranas agonizando en un charco y días de estambres estallando en el cielo de la boca. Llevo unos días escribiendo sobre los días, sobre cómo son o sobre cómo debieran ser. He pasado recientemente algunos muy hermosos, muy líricos, y teme uno que llegue el reverso, la inevitable voladura de la felicidad recién amasada, y acudan los tonos grises, el jazz seco, toda la ginebra fea del alma, la que te hace dar arcadas en mitad de un sueño, pero soy obediente y hago caso de lo que me dicta una voz ahí adentro, que me susurra, sin que yo lo aprecie a veces: deja correr las cosas, deja que pasen. Y sé que suele funcionar esa indolencia sabia, ese no incurrir en el vicio de atropellarse, de querer ir más rápido, de vivir sin propósito. Ahora Joe Pass y Oscar Peterson me está contando cómo debe ir mañana el domingo. Qué debo hacer para que sea redondo.

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