Desde los primeros instantes de Uno de los nuestros, la película se nos muestra como la historia de una vocación, de una pasión ejercitada desde muy temprano y que tendrá un triste y previsible final. El Henry Hill adolescente nos informa de que siempre quiso ser gángster y que jamás aspiró a otra cosa. En el Brooklyn de finales de los cuarenta las bandas criminales dominan las calles a su antojo. Lo que más fascina a Henry es el respeto del que se hacen acreedores. Nadie se atreve a plantarles cara, ellos son los amos. Cuando comienza a hacer de chico de los recados de uno de los cabecillas, lo que el protagonista va a descubrir no es solo una sociedad aparte, sino una auténtica familia que lo arropa sin condiciones siempre que sea capaz de seguir las reglas. Lo que para un ciudadano decente es una organización criminal, para Henry constituye el auténtico paraíso, su inalterable lugar en el mundo. Él no podría concebir la existencia de otro modo. Cuando mira a los trabajadores que se desloman para conseguir un sueldo miserable, no puede dejar de despreciarlos.
La película de Scorsese podría describirse como la antropología del comportamiento mafioso, visto desde dentro. Al director le interesa sobre todo filmar el comportamiento y las interacciones de los criminales. Sus víctimas son siempre secundarios, gente de la que no sabemos demasiado, más allá de las palizas que reciben cuando se consuman los robos. Lo que sí se nos enseña es la corrupción imperante que facilita la impunidad de sus actuaciones criminales. Hill y sus colegas son unos materialistas bestiales. Solo les preocupa acumular cosas, vivir en un lujo un poco hortera, emborracharse y drogarse. Es la vida fácil, aquella en la que solo hay que abrir la mano para que caigan en ella los bienes deseados. Incluso en sus esporádicas visitas a prisión se las arreglan para tener de todo a través de una eficiente red de sobornos. Solo algunos asesinatos gratuitos enturbian la perfección de este paraíso.
Porque la existencia de psicópatas es consustancial en una organización en la que mandan los que son más intimidantes por naturaleza. Pero cuando esta psicopatía se desborda y tiene como consecuencias asesinatos tan aberrantes como el de un camarero que no ha dado un buen servicio, encontramos detrás de él a la figura de Tommy de Vito, un tipo a la vez gracioso y siniestro, encarnado por Joe Pesci, un actor capaz de hacer esta composición e interpretar al personaje opuesto en la saga Arma letal. El otro compañero, Jimmy Conway (Robert De Niro), sabe ocultar bajo formas más elegantes su falta de escrúpulos, pero en realidad es un tipo capaz de vender a su propia madre si es preciso para guardarse las espaldas.
Mención especial merece la esposa de Hill, Karen, una muchacha de buena familia, no implicada en absoluto en asuntos mafiosos, que se siente irresistiblemente atraída desde el primer momento por el protagonista, es un evidente ataque de enclitofilia. Aunque al principio se extraña del hecho de que su vida se ha convertido en un círculo cerrado en el que siempre están presentes las mismas personas, Karen no se preocupa de que su marido sea ladrón y asesino mientras ella esté bien surtida de bienes materiales. Cosa aparte es que tenga una amante, situación que no está dispuesta a soportar, aunque la cocaína siempre puede ser de ayuda para sentirse un poco mejor. Las escenas de conflicto matrimonial de esta encantadora pareja son de auténtica antología.
Como en la mayor parte del cine de Scorsese, la principal virtud de Uno de los nuestros es su virtuosismo narrativo y su estupenda dirección, que hacen que sus dos horas y media de narración transcurran en un suspiro.