Pocas veces en la vida se tiene la oportunidad de experimentar un milagro en carne propia. Y no porque los milagros no anden por ahí, apostados en calles y farolas poniéndose a tiro cada vez que pasamos a toda prisa por su izquierda, rozándolos sin verlos y sin querer creer más que en aquello donde podemos aplicar el criterio del apóstol Tomás, que no admitió encontrarse ante el mismo Cristo hasta que pudo introducir sus dedos en los agujeros que le habían dejado los clavos al Maestro cuando aquello del Gólgota.
Los milagros, que son como esos pequeños cronopios juguetones e irreverentes a los que Cortázar dedicó una de sus más ejemplares obras, buscan siempre _en connivencia con el mismito Universo_ la forma de materializarse, de darnos con la magia en los ojos dejándonos en medio de un blanco deslumbramiento, con un palmo de narices y, ya que estamos, con un '...gozo en el alma ¡grande!, gozo en el alma ¡grande!, gozo en el alma y en el ser, ¡aleluya, gloria a Dios!...'.
Quizás sea que buscamos _y esperamos_ que el milagro siempre sea grande, ande o no ande, milagros de aquellos espectaculares tan del gusto de Moisés, que era un exagerado para todas sus cosas y en vez de materializar un Ferry para cruzar con su pueblo las aguas del Mar Rojo, montó un tsunami de tres pares de narices haciendo que éste se abriese y se elevara sobre los hebreos a una altura similar a la de la Torres Petronas. Milagros, en fin, de esos mediáticos y tomasianos, mil veces fotografiados y retransmitidos a los cinco continentes en los que todos, tan cegatos y torpes como somos, nos hinchamos a meter los dedos en un afán absurdo de ver para creer.
A mí, que poco o nada me gusta lo política y socialmente grande, me apasionan los milagros pequeños, esos capaces de cambiar el curso de las cosas, esos bajo los cuales _pese a la aparente insignificancia_ late la grandeza del gesto generoso y desprendido de quien los hace posibles. Pequeños grandes milagros cotidianos capaces de insuflar esperanza y alivio allí donde todo parecía perdido.
Si, hace veinticuatro horas, yo escribía en este mismo blog que la estrechez y la penuria habían acampado en el salón de mi casa, hoy no tengo más que palabras de agradecimiento para quien ha dejado en nuestra puerta el óbolo milagroso de su generosidad: un adelanto de 300 euros por un trabajo editorial de corrección ortotipográfica que nos da aire hasta que, como decía en mi post anterior, el INEM y la aseguradora que aún debe la prima del mes pasado apoquinen.
Es probable que nadie se apresure, habida cuenta del prodigioso milagro, a contar esta historia en ningún medio. Dudo, incluso, que la propia Conferencia Episcopal y el Sanedrín Beatificador de Roma se aventuren siquiera a dedicarle un breve en la Hoja Parroquial. Ellos están, como Moisés, en los milagros mediáticos, en esos del mucho ruido y muchas nueces donde, además, engordan las arcas de su Santa Alianza hinchándose a vender escapularios.
Por eso, porque creo firmemente en el valor y la grandeza de lo pequeño, en el poder vinculante de las historias mínimas y en los milagros cronopios nada canónicos de andar por casa, hoy doy las gracias con el alma a quien, más allá de toda duda, ya es _raro, extraordinario, imprescindible_ uno más de la familia.
Uno de los nuestros.