Revista Ciencia

Unos apuntes de física cuántica, II

Publicado el 21 junio 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Dualidad onda-corpúsculo

Frente a científicos como Heisenberg o Paul Dirac, que se habían sumergido de lleno en el mundo de lo abstracto, hubo quienes siguieron luchando por “salvar” la realidad sensible, negándose a abandonar los conceptos de ondas y partículas.

A pesar de las muchas reticencias, la teoría fotoelétrica de Einstein mostraba que la luz se comportaba bajo dos naturalezas incompatibles: una onda que mostraba ciertos comportamientos de partícula. Al mismo tiempo que Heisenberg y compañía se dedicaban a las abstracciones que definirían la nueva física, el francés Louis de Broglie tuvo la intuición de que esa doble naturaleza de la luz era aplicable a todas las partículas.

Es decir, se le ocurrió que el asunto aquel no tenía por qué limitarse únicamente a una onda que a ratos ejerce como partícula, como se entendía que hacía la luz, sino que lo que hasta entonces se concebía como partícula podría comportarse como onda.

Los resultados de Bohr tras su estudio del átomo, donde cada elemento emitía unas frecuencias determinadas, llevaron a De Broglie a imaginar la materia como un instrumento musical que puede emitir un tono básico y una secuencia de tonos superiores, sugiriendo así el aspecto ondulatorio de las partículas.

En su tesis de 1925, De Broglie se imaginó la unión de ondas y partículas a la manera de un objeto montado sobre una onda que guiaba sus posibles recorridos. Obviamente, la cosa no era tan fácil, y Erwin Schrödinger se empeñó en encontrar una ecuación que describiese este comportamiento de las partículas.

La ecuación de Schrödinger debía describir la relación de una partícula con su movimiento, pero el movimiento responde a la propagación de una onda, por lo que tenía que encontrar la relación entre el movimiento de la onda y la posición de la partícula: localizarla en la onda.

Es así como se llegaba, pero desde otro punto de vista, a la misma naturaleza probabilística, no determinista, que expresaban las formulaciones de Heisenberg; pues la ecuación de Schrödinger se refiere a una función de onda que señala una distribución de probabilidades, indicando así dónde estaría la partícula de acuerdo a resultados de naturaleza estadística.

En mecánica cuántica, todo objeto es descrito como una función de onda, una entidad abstracta que existe fuera del espacio-tiempo y que determina las probabilidades de aparecer en la matriz que es el universo espacio-temporal. Los matemáticos llaman a ese “no-lugar” espacio de Hilbert, y en él están todos los estados posibles de ser.

Es decir, una función de onda puede ser imaginada como una partícula que muestra todas sus cualidades al mismo tiempo –por ejempo, todas sus posibles localizaciones, lo que equivale a estar en todas partes a la vez— como si de un cuadro cubista se tratase.

Esto significa que la ecuación de Schrödinger incluía el “principio de superposición”: todas las propiedades de una partícula están presentes a la vez, siempre y cuando ésta no sea sometida a observación; cuando se realiza una medición, las probabilidades se reducen a cero en todos los puntos de la función de onda, salvo en uno, que adquiere el 100% y establece, por tanto, el estado concreto de la partícula.

Y, entre esas propiedades, está, obviamente, su localización espacial. El nuevo modelo de Schrödinger describía el átomo como una nube en la que un solo electrón no está localizable porque se encuentra en todas partes; pero hay más opciones de encontrarlo en una zona que en otra, y esas opciones están descritas por una función de probabilidad.

Schrödinger, sirviéndose de la imagen de De Broglie, entendía que las “ondas de materia” del electrón excitaban modos armónicos de vibración en el interior del átomo, los cuales reemplazaban los estados atómicos estacionarios del átomo de Bohr; ya no había saltos cuánticos, sino transiciones continuas de un armónico a otro.

Y, aunque en un principio esta idea no parecía casar muy bien con las matrices de Heisenberg, que sí contemplaba los saltos cuánticos, poco después de la divulgación de sus diferentes modelos, en 1926, Schrödinger afirmó que su planteamiento era matemáticamente equivalente al de Heisenberg.

Entrelazamiento

Pero las cosas se siguieron complicando para quienes querían saber en qué clase de mundo vivimos. En 1935, Schrödinger explicaba los resultados de aplicar la superposición no a una partícula, sino a un sistema de partículas. Y ese resultado era el entrelazamiento.

Un principio fundamental de la física clásica es la conservación de la energía en cualquiera de sus formas, como pueden ser la masa y la energía cinética. La energía transmitida a la materia se transforma en inercia, primero, y en masa, después. En condiciones “normales”, apreciamos que toda la energía aplicada a un cuerpo es convertida en movimiento.

Por ejemplo, al golpear una bola de billar. Pero si nos remitimos al mundo de los grandes números, donde la relatividad comienza a jugar un papel importante, veremos que cuanta más velocidad adquiere un objeto, menor cantidad de la energía que se le transmite es convertida en movimiento, sino que se traduce en un aumento de la masa del cuerpo. El límite es la velocidad de la luz, donde la energía sólo se transmite en forma de masa y no hay posibilidad de un aumento de la velocidad.

De ahí que se pueda considerar que el contacto entre dos objetos los convierte en uno sólo a efectos físicos: en un sistema formado por un juego de billar, una bola que golpea a otra pierde energía cinética al transferirla a la bola golpeada: el momento de la bola móvil se divide en dos, el de ésta y el de la bola que estaba quieta pero que ahora se mueve.

Ambos cuerpos se han “entrelazado”, y al perder energía uno de ellos el otro la ha ganado para que el sistema siga conservando el equilibrio inicial.

En física cuántica, las consecuencias van más allá del principio de conservación: dos partículas que interactúan entre sí permanecerán enlazadas de una forma un tanto extrema: lo que le suceda a una de ellas, no importa lo lejos que pueda estar de su gemela, afectará inmediatamente a la otra.

Cuando se dice que un sistema se halla en el estado AB, significa que la partícula 1 se halla en el estado A y la partícula 2 en el estado B, siendo A y B propiedades incompatibles entre sí. Ahora, consideremos el estado AB+CD. Significa que si la partícula 1 está en estado A, la partícula 2 se hallará en el estado C, y que si 1 se halla en B, 2 se hallará en D. Pero no hay manera de saber en qué estado se encuentra 1 mientras no se haya medido 2, y viceversa. Mientras tanto, el sistema se halla en una superposición de estados donde se dan todas las combinaciones.

Esta superposición de estados es lo que se denomina entrelazamiento. Una partícula no puede ser descrita sin referirse también a la otra.

El entrelazamiento es posible porque los entes entrelazados fueron producidos por un proceso que los ha ligado para siempre; por ejemplo, dos fotones emitidos por el mismo electrón. El sistema queda, por tanto, definido por una gran función de onda que emerge de las funciones de onda de sus partes, ajena a distancias y tiempos, y cuyos misterios, lejos de resolverse, no hacen más que generar discusiones y dolores de cabeza.

El gato de Schrödinger

Desde una perspectiva matemática, la función de onda permite calcular la probabilidad de que se dé un resultado al medir un sistema físico. Pero existe una larga discusión acerca de la realidad de la función de onda, en la que no se termina de aclarar si su carácter es meramente matemático o si existe como realidad física.

El comienzo de estos debates dio origen a la paradoja de Schrödinger. Al igual que otros pioneros en el nuevo mundo cuántico, el vienés tenía cierto síndrome de Frankenstein, por lo que no terminaba de aceptar a su criatura, a la que consideraba monstruosa, tanto más cuanto más se demostraba su acierto y se hacía consciente de haber acabado con el sentido común como guía hacia el conocimiento.

Es por ello que, en un intento de suicidio intelectual para demostrar cuán absurdo era todo, propuso lo siguiente en 1935: coloquemos a un gato y un tarro lleno de gas venenoso dentro de una caja cerrada, en la cual además habrá un poco de uranio y un contador Geiger conectado a un interruptor del cual depende que se suelte un martillo justo encima del tarro. Si el uranio emite radiación, el contador la detectará, se activará el interruptor, el martillo romperá el tarro y el gato morirá.

En términos cuánticos, las partículas radiactivas del uranio están en un estado de superposición hasta que no se las observe, o sea, que antes de que esto ocurra están descritas por una función de onda en la que han sido emitidas y no han sido emitidas al mismo tiempo. Entonces, en esa situación de espera, ¿qué pasa con el gato?

Porque, según el planteamiento, el gato está entrelazado con el átomo radiactivo, así que, como se ha mencionado antes, estamos en un sistema AB+CD, es decir: (radiación-gato muerto) + (no radiación-gato vivo).

gato de schrodinger

A su pesar, lejos de acabar con la física cuántica, Schrödinger le dio la vida que necesitaba para convertirse en un problema ontológico de primer orden. De hecho, todos los padres de la criatura acabaron por escribir algún que otro texto filosófico con connotaciones más o menos místicas.

En los ochenta años que llevamos con el gato a cuestas, se han propuesto innumerables soluciones a la paradoja. La primera y más popular fue la denominada interpretación de Copenhague, según la cual el gato, mientras no se abra la caja, está muerto y no está muerto en un plano conceptual cuya comprensión no debe, dicen, incumbir a la labor científica, a la cual le basta saber que los dos estados permanecen en superposición hasta que la onda de probabilidad no se resuelva, y esto no ocurrirá hasta que se abra la caja; sólo entonces, el gato estará definitivamente vivo o definitivamente muerto.

Pero, a pesar de los pinitos filosóficos de los padres de la mecánica cuántica, este tipo de asuntos fue el colmo para muchos. Y, según dicen, la ciencia renunció a ir más allá en su búsqueda seria de la realidad, al tiempo que la filosofía se hizo un poco la tonta cuando de cosas cuánticas se trataba.

Entre esos que dicen está David Deutsch, físico de la Universidad de Oxford y miembro de la Royal Society de Londres, quien, como se decía en un artículo anterior, considera que la controversia en torno a la naturaleza cuántica de la realidad carece de sustancia, pues se debe a lo que él denomina “mala filosofía”, donde el adjetivo no se refiere a una filosofía errónea, sino a un pensamiento que niega la posibilidad de un acercamiento diferente al problema de la realidad.

Según expone en su libro El comienzo del Infinito, tras el éxito probado de la mecánica cuántica a finales de la década de 1920, la comunidad científica no encontró otra salida que la de enrocarse en el instrumentalismo: “si las predicciones funcionan, no hay por qué preocuparse de nada más”; de modo que la teoría de los cuantos se redujo a un manual de instrucciones con el que elaborar artilugios cada vez más eficientes que comenzaron a ver el éxito a partir de la década de 1940.

Desde entonces, se impondría la máxima nacida en el Rad Lab: “Cállate y calcula”. El blindaje de la física cuántica a cualquier tratamiento desde una perspectiva ontológica ajeno al utilitarismo quedó plasmado, explica Deutsch, en una frase que se ha repetido sin cesar durante más de setenta años: “si crees que has comprendido la mecánica cuántica, no comprendes la mecánica cuántica”; con ella se justificaba la renuncia a todo intento por comprender, intento que, sobre todo durante los primeros años de la Guerra Fría, fue considerado una lamentable pérdida de tiempo si no estaba relacionado con el desarrollo tecnológico.

La falta de pasión, en términos existenciales, ante los nuevos descubrimientos y de todo lo que éstos implicaban a la hora de reflexionar sobre la existencia  y el papel del ser humano en el marco más amplio del Cosmos es lo que provocó la reflexión de un Niels Bohr frustrado con el positivismo imperante, al afirmar que “quien no se sorprende ante los descubrimientos de la física cuántica no la ha comprendido” (la frase es citada por Michio Kaku en su libro Visiones). Esta afirmación, entienden quienes piensan como Deutsch, podría ser el origen de la arriba citada (“si crees que has comprendido la mecánica cuántica, no comprendes la mecánica cuántica”), versionada por tanto al gusto de los tiempos (Richard Dawkins se la atribuye a Richard Feynman en El espejismo de Dios).

Una consecuencia de este abandono es que, siempre siguiendo a Deutsch, el campo ontológico en términos “cuánticos” quedó desierto durante décadas, dejando vía libre a ciertas tendencias pseudo-místicas-científicas de las que ahora muchos se quejan, pero de las que esos muchos, por desidia instrumentalista o materialismo ingenuo, son en buena parte responsables.

Con todo, y volviendo al tema principal, la única manera de desmentir la paradoja de Schrödinger era estableciendo una barrera entre el mundo microscópico y el macroscópico; pero esta barrera, tal y como ha demostrado el tiempo y el éxito de los innumerables experimentos en laboratorio, no queda clara. Sufre del mismo mal que quiere sanar: superposición.

(Continuará)


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