Revista Ciencia

Unos apuntes de física cuántica, III: la doble rendija

Publicado el 13 agosto 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

Si existe un experimento que permite comprender de qué va realmente eso de la física cuántica y las reticencias que despierta más allá de la especulación cómoda y entretenida, ese es el experimento de la doble rendija. La versión común consiste en emitir un láser hacia una pantalla receptora, interponiendo en su camino una placa con dos aberturas, a la espera de que el rayo de luz pase por las aberturas y se proyecte en la pantalla sensible. La gracia reside en los resultados que se obtienen tras la proyección, pero para comprender su alcance será mejor ir despacito, que vienen curvas.

En su realización más básica, es algo muy sencillo y casero; de hecho, el experimento fue realizado a principios del siglo XIX para demostrar las cualidades ondulatorias de la luz frente a la teoría newtoniana vigente, según la cual estaba formada por corpúsculos.

El 24 de noviembre de 1803, Thomas Young explicó ante las más granadas cabezas pensantes de la Royal Society de Londres lo que se le ocurrió hacer un día cualquiera dos años atrás, en 1801:

Hice un pequeño agujero en una contraventana y lo cubrí con un trozo grueso de papel, el cual perforé con una aguja fina […] Interferí el rayo de sol con una tira de cartón de aproximadamente la decimotercera parte de una pulgada, y observé su sombra tanto en la pared como en otros cartones colocados a diferentes distancias.

Y, bueno, la sombra formó una sucesión de franjas, como una parrilla, que es lo que se proyecta cuando una onda se divide en dos ondas a causa del obstáculo y esas nuevas ondas, en su expansión, se recombinan parcialmente, es decir, hay unos puntos en que coinciden las crestas y valles de ambas ondas, intensificando la luz, y puntos en que la cresta de una onda coincide con el valle de la otra, anulándose entre sí y “apagando” la luz. Si la luz estuviera formada por partículas, la sombra dibujaría un par de líneas, una para cada camino tomado por los rayos. Así que, con esto, Young demostró que la luz era una onda.

doble rendija

Pero hete aquí que un siglo después, en 1905, apareció Albert Einstein con el asunto aquel de los fotones: que si había aplicado los descubrimientos de Planck sobre el cuanto y que ahora la luz bien podía ser una onda pero que también estaba hecha de partículas y que a ver quién era el listo que explicaba todo aquello. Y, bueno, a partir de ahí el tema se complicó un poco mientras las mentes pensantes de la época trataban de comprender por qué la luz, si estaba formada por fotones, se manifestaba como un patrón de ondas.

En 1909, Geoffrey Ingram Taylor se las ingenió para proyectar un haz de luz que, según sus cálculos, debería emitir un haz tan débil que los fotones –cuya existencia había sido puesta en cuarentena por la salud de la mayoría— deberían pasar de uno en uno por cualquiera de las aberturas practicadas en la placa que obstaculizaba su camino; se trataba de un haz equivalente a luz que emitiría la llama de una vela proyectada desde una distancia de poco más de una milla.  Los fotones salían de uno en uno y, si salían de uno en uno, cualquier profano en el asunto podría pensar que, de uno en uno, irían atravesando una u otra rendija y de uno en uno se irían proyectando sobre la placa de modo que, tras emitir los fotones suficientes, se tendría una sombra formada por dos franjas. Pero no: la marca seguía siendo una parrilla.

La explicación a este comportamiento la daría la nueva mecánica cuántica dos décadas más tarde, cuando ésta comenzaba a ser una realidad, al afirmar que cada fotón interfiere consigo mismo debido al principio de superposición: el fotón atraviesa las dos aberturas, como si fuese una onda, y las ondas resultantes interfieren entre sí; o sea, que el fotón en cuanto que onda superpuesta interfiere consigo mismo, y las probabilidades de localizarlo en la pantalla ya no responden a las trayectorias posibles de la partícula, sino a cualquiera de las varias posiciones dadas por las ondas que se recombinan.

La superposición existe siempre y cuando no se concrete la función de onda de una partícula; en palabras llanas, mientras no exista una observación que convierta la onda en partícula. Para entender qué significa esto, será mejor recordar primero que aquello que cualquiera entiende por “observación” no es sino un acto por el que el nervio óptico intercepta los fotones que han chocado contra otras partículas y, debido a que cada átomo provoca unos cambios específicos y exclusivos en la frecuencia del fotón, el cerebro puede reproducir el objeto contra el que tales fotones han chocado. Y esto es lo mismo que decir que se produce una medición, pues toda medición exige establecer una relación entre dos términos, el que se mide y el que sirve de base estándar para la comparación, que es lo que se hace cuando el que “observa” no es el ojo sino un aparato cualquiera. Y de esta manera se puede entender que, en física cuántica, se hable de observación cada vez que hay una interacción entre partículas.

Dicho lo cual, el experimento de Young era extensible a cualquier partícula, pues la dualidad onda-corpúsculo y la superposición no sólo afectan a la luz, sino a la esencia de la materia en su totalidad. Sin embargo, un experimento de doble ranura con partículas con masa fue un juego mental hasta la década de 1960.

Mientras tanto, las contradicciones entre los postulados cuánticos y la lógica conocida se resolvían en rifirrafes de salón; entre contradicciones insuperables, la física más esencial ya no acertaba a determinar cuál era la realidad y sólo sabía recurrir a probabilidades, al tiempo que se discutía si todo aquel enredo era fruto de la naturaleza o de la incompetencia científica.

Durante los años en que el asunto se limitó a la teoría y a juegos lógicos, la peña se las pasó entre indignaciones, como la de Einstein con su dios sospechoso de ludopatía (“Dios no juega a los dados”); flagelaciones redentoras de culpa, como la de Schrödinger martirizándose con mascotas zombis por no perdonarse haber abierto la caja de las insensateces; y, finalmente y como regla general para los años venideros, con la aceptación del trastorno de negación psicótica como norma de comportamiento social: “Cállate y calcula”.

einstein-bohr

En 1961, por fin, Claus Jönsson logró realizar el experimento de Young con electrones, demostrando en un laboratorio que los componentes básicos de la materia respondían de verdad a las paradojas teóricas de la mecánica cuántica…

¿Por fin? No… la actividad científica también responde a las miserias de la convivencia entre humanos…

La hazaña de Jönsson no fue conocida hasta 1974, año en que apareció publicada en el American Journal of Physics; según explica en un artículo sobre el tema Peter Rodgers, editor de Physics World en 2002, la ignorancia se debió a dos factores fundamentales: uno, el original había sido publicado en alemán en una revista alemana; y dos, la época no estaba interesada en tales experimentos más allá de los juegos mentales.

Y es que, durante los años 60, el experimento de Young con partículas que no fueran fotones, es decir, someter la materia a las leyes cuánticas, fue considerado por la gran mayoría como un entretenimiento teórico con el que enseñar las rarezas que los físicos cuánticos deducían de sus ecuaciones. Nada serio. Uno de los mayores exponentes de esta tendencia fue el físico y divulgador Richard Feynman, cuyas conferencias dadas en 1961 y publicadas en 1963 han sentado cátedra durante décadas en el estilo de abordar la ciencia.

Feynman consideraba que el experimento con electrones era demasiado complejo para poder ser llevado a la práctica. Y es que el bueno de Feynman fomentaba la física cuántica como entretenimiento, provocando el entusiasmo y la atención de su audiencia; pero parte de ese buen ambiente divulgativo pasaba por invitar insistentemente a no pensar las paradojas con demasiada profundidad, a riesgo de volverse loco. La época no daba para términos medios. Y aunque tal se convirtió en la norma de las generaciones posteriores, no todos se han conformado con entretenidas curiosidades:

But I was sick of being patted on the head and told not to worry about understanding it. The quantum works in mysterious ways? Really, science?

(Amanda Gefter, Trespassing Einstein´s Lawn)

En cualquier caso, en 1974, los científicos Pier Giorgio Merli, Gian Franco Missiroli y Giulio Pozzi lograron disparar electrones de uno en uno y versionar con partículas másicas el experimento de Taylor de 1909, en un laboratorio de la ciudad italiana de Bolonia. El artículo en que relataban la proeza fue aceptado para su publicación en 1976, también en el American Journal of Physics. El experimento demostraba que un electrón permanece en estado de superposición, comportándose como si atravesara ambas rendijas a un tiempo e interfiriera consigo mismo, creando así un patrón de ondas. La materia, para ser materia, había de ser “observada”; mientras tanto, era una onda de probabilidad.

Pero, ¡ay!, si Jönsson fue ignorado durante trece años, los de Bolonia permanecieron en el Leteo una treintena. Hasta que una encuesta lanzada por la revista Physics World la lió parda…

Así lo cuenta, al menos, Rodolfo Rosa, de la Universidad de Bolonia, en un artículo dedicado al logro olvidado de sus compatriotas. Según el autor, aunque el experimento de 1974 fue expuesto en un premiado corto documental, su recuerdo se fue desvaneciendo hasta el punto de que la mayoría de libros divulgativos, a día de hoy, atribuyen la hazaña a un equipo japonés dirigido por Akira Tonomura, en 1989.

Pero, en 2002, una votación de los lectores de la revista Physics World otorgó el título de “experimento más bello de la física” a la interferencia de un electrón consigo mismo, esto es, a la demostración de Merli, Missiroli y Pozzi; sin embargo, el propio editor de la revista había atribuido el experimento, en un primer momento, al equipo de Tonomura, por lo que hubo de ser reeditado con el añadido de las cartas de los implicados, Merli y Tonomura, dando sus versiones; el japonés se defendió alegando que ellos fueron los primeros en llevar a cabo el experimento con todas las garantías de que los electrones eran disparados de uno en uno.

Hoy, gracias al experimento de la doble rendija, se ha comprobado que la superposición es posible no sólo en partículas con más masa que los electrones, como los neutrones, sino en niveles más complejos de realidad, es decir, en átomos e incluso en moléculas. Más allá, se ha llegado a “borrar” la observación que colapsa la función de onda, una especie de experimento al revés, como si se revirtiera el proceso por el que se concreta la partícula y se la devolviese al estado de superposición. Pero tales historias habrán de quedar para otra ocasión…

Algo en nuestro interior se niega a entender la realidad cuántica. La aceptamos intelectualmente porque posee consistencia matemática y coincide brillantemente con la experimentación. El modo en que físicos y demás han intentado comprender la realidad cuántica me recuerda la forma que tienen los niños de responder cuando se enfrentan a un concepto que todavía no entienden. El psicólogo Jean Piaget estudió este fenómeno infantil: si se muestra a un niño de determinada edad una colección de vasijas, todas ellas de formas diferentes, llenas de líquido hasta el mismo nivel, el niño piensa que todas las vasijas contienen la misma cantidad de líquido. […] Si se explica al niño la manera correcta de ver el problema, normalmente lo entenderá, pero inmediatamente volverá al modo de pensar original. […] De este mismo modo es la realidad cuántica. Después de pensar que se ha comprendido y se ha formado en tu cabeza un dibujo mental, retornas inmediatamente al modo clásico de pensar, al igual que los niños en el experimento de Piaget.

(Henry Pagels, El código del universo)

(TheCult.es)

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