Revista Cultura y Ocio
Ayer volví de Palma de Mallorca, donde mi viejo amigo Juan Luis Calbarro me había invitado a pasar unos días y, aprovechando la estancia, a leer algunos poemas en Literanta, una de las mejores librerías de la isla. Hacía mucho que no iba a Mallorca. La última vez fue también por una razón literaria. Agustín Fernández Mallo, gallego afincado allí desde hace mucho, me había propuesto presentar su primer libro, Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, que contaba con un prólogo mío. Eso sucedió en 2001. Mis recuerdos de la ciudad balear eran, por lo tanto, difusos. Sí me acuerdo de lo mucho que me divertí con Agustín en Deià, un lugar lleno de friquis. Y también de que me paseó por la isla en un sensacional Alfa Romeo descapotable verde de los 60, que él conducía con un fular al cuello, que ondeaba al viento cuando ganábamos velocidad, como los aviadores de la Gran Guerra o los personajes de las novelas de Scott Fitzgerald. Se conoce que el destino quiere que siempre que vaya a Mallorca recorra la isla en un descapotable, porque Juan también tiene uno, aunque rojo y de nuestra época: un peugeot que parece un transformer y cuyo funcionamiento, cuando se desprendía de la capota, yo miraba embobado, como hacen los niños con un juguete automático. En este coche fuimos el primer día de estancia a Son Real, una finca pública cercana a Alcudia. Los 50 km que separan Palma de Alcudia, en extremos opuestos de la isla, constituyen para los mallorquines un viaje casi odiseico. En Son Real muchas cosas llaman la atención, como los cerdos negros que hozan junto a los caminos que la atraviesan y las enormes setas que han sobrevivido a sus colmillos. Pero lo mejor está aún por llegar: donde acaba la finca, y después de superar por una frágil escalera de madera el alambre de espino que la separa de la playa, uno encuentra las ruinas de una necrópolis talayótica del s. VII a. C., cuyo estado de conservación es pasmoso, teniendo en cuenta que, edificada con piedra arenisca, lleva casi tres milenios sometida a los vientos, las olas y la sal del mar, y que los visitantes pueden acceder libremente a ella. De hecho, cuando la visitamos, vemos a un inglés brincando de tumba en tumba como un arrapiezo en un parque infantil. Me pregunto si haría lo mismo en la abadía de Westminster. Juan y yo hablamos mucho durante la excursión, sobre todo de su regreso al mundo de los vivos después de ocho años de dedicación a la política, en UPyD. Ahora ha vuelto a escribir crítica de arte en los periódicos y a la edición de libros, con el sello que creó en Inglaterra, Los Papeles de Brighton, y, sobre todo, ha abandonado el no lenguaje de la confrontación partidista y regresado al lenguaje verdadero de los seres complejos. Por la tarde, doy la lectura prevista en Literanta. Antes, Jordi, un fotógrafo de El Mundo, me flashea un poco en las calles aledañas a la librería. Cuando al día siguiente se publique el artículo con la foto, comprobaré que salgo demasiado iluminado: parezco un gusiluz. Pero, en fin, uno se pone en manos de la prensa como quien se abandona a un río caudaloso, sin saber contra qué cantos chocará ni en qué ribera parará. Al acto acuden viejos amigos, como los poetas Federico Gallego Ripoll y Chema Prieto Molledo, y otros más recientes, como Román Piña. También está, claro, Agustín Fernández Mallo. Juan me presenta, yo leo algunos poemas bajo la penetrante mirada de Franz Kafka, cuya fotografía cuelga de una pared cercana, y luego se suscita una breve charla. Acabado el recital, Juan, Agustín y un matrimonio amigo, Inés Matute y Joaquín Lloréns, ambos escritores, cenamos en un restaurante de la zona. Palma, por lo que llevo visto y, sobre todo, por lo que veré al día siguiente, de la mano de Juan, abnegado cicerone, me parece una ciudad espectacular: pero no tanto por la grandeza de sus monumentos —aunque algunos son ciertamente grandes, como la catedral, la Almudaina o el castillo de Bellver— cuanto por su espíritu entre homérico y napolitano, esa mezcla de culturas, abierta a los cuatro vientos del Mediterráneo, que despierta los sentidos y estimula la imaginación. El aire decadente que Palma haya podido tener en el pasado, fruto de todos los pueblos e imperios que han pasado por aquí y que han desaparecido después, se ha transformado ahora en una esplendidez insólita. Se nota que es un lugar donde abunda el dinero. Los numerosos palacios que trufan su casco histórico se conservan impecablemente: la piedra luce limpia y entera en patios umbríos y fachadas suntuosas. Y muchos bajos de edificios antiguos albergan museos o galerías de arte. A varias de estas me lleva Juan, por interés profesional, durante nuestro paseo. En Maior me presenta a la galerista, Vanessa Vandergast, una neoyorquina hispanófila y bellísima que lleva tres años establecida en Mallorca, y que ahora exhibe en su establecimiento la obra dinámica y vagamente mironiana de José Manuel Broto. También conocemos a su perrita (de Vanessa, no de Broto), que es un bulldog francés, pero que ronronea como un gato (y que no creo que intimidara demasiado en el caso de que algún indeseable irrumpiese en el negocio). (Se me ocurre que la perra de Vanessa haría buenas migas con Elvis, el bichón maltés de Juan, un animal peludo y cariñoso [Elvis, no Juan], pero que no descuella por su agudeza: ni una ni otra raza salen muy favorecidas en el índice Stanley Coren de inteligencia canina). Tras el memorable encuentro con Vanessa Vandergast, nos cruzamos con José Ramón Bauzá, ex presidente de comunidad autónoma de las Islas Baleares, y autor de aquellas no menos memorables declaraciones, con las que acreditó, una vez más, la claridad de pensamiento y la altura retórica de los dirigentes del PP: "Sabemos lo que hay que hacer y lo vamos a hacer y por eso hacemos lo que hemos dicho que íbamos a hacer y por eso seguiremos haciendo aquello que nos toca hacer, a pesar de que alguno no se crea que vamos a hacer lo que hemos dicho que íbamos a hacer" (declaraciones que recompensó el abundante público con una salva estruendosa de aplausos). No sé a qué altura se situará Bauzá en el ránking humano equivalente al índice de Stanley Coren, pero podemos apostar a que no demasiado arriba. Su aspecto, por el contrario, luce radiante, de acuerdo con una estricta estética pepera: camisa sobria a la par que moderna, pantalones de pinzas, corte ceñido, complementos de calidad y gomina discreta: un mocetón conservador que da gozo verlo, y que pasa a nuestro lado con el paso resuelto de los que han resuelto las cuestiones esenciales de la existencia, como sus declaraciones públicas han demostrado siempre. Visitamos después la catedral y los baños árabes. La primera es de pago: siete euros de vellón. Reparamos, como todo el mundo, en la intervención de Miquel Barceló en la capilla del Santísimo, que se me antoja mucho menos interesante —mucho menos audaz— que la realizada en la cúpula de la Sala de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra. Mientras la contemplamos, una señora de la limpieza, enfundada en un mono azul, pasa el mocho por el suelo. Creo que silba. Los baños árabes están cerca, en un breve pero agradabilísimo jardín, un locus amoenus en plena ciudad, de propiedad privada. La rotulación, no obstante, debería mejorarse: "baños árabes" en alemán no es arabitch baths, que es más inglés que alemán, sino Arabische Bäder. Por la noche voy a cenar a casa de Agustín Fernández Mallo y Aina, su mujer, a la que es un placer volver a ver, después tanto tiempo. La conversación se prolonga hasta las tres y media de la madrugada. Hablamos mucho de trepismo (y de algunos trepas), una tara funcional (y moral) de la literatura y la sociedad. Y mientras lo hacemos, los dos gatazos de la casa se pasean majestuosamente por el comedor. Los ojos de la hembra, Frida, verdes como bengalas, brillan en la cúspide de un ovillo de pelo gris. Agustín me devuelve al hotel en el que me hospedo, cerca del palacio de Marivent, y, en passant, me señala las chabolas en las que pasaban las vacaciones, hace 50 años, los personajes de El verdugo. Al día siguiente, el último de mi estancia en la isla, participo en un programa infantil de la radio pública balear. Un grupo de niños, entre los que está Coral, la hija de Juan, dirigidos por Regina, la amabilísima presentadora, me hacen una serie de preguntas relacionadas con mi actividad de poeta, y luego otras en las que tengo que demostrar que conozco el universo de los niños y sus personajes de la tele favoritos. Esto segundo se me hace cuesta arriba, pero cuento con la inestimable ayuda de los padres que asisten a la grabación, que me chivan las respuestas con gestos descarados (que los niños no pueden ver). Lo más duro, no obstante, llega al final del programa, cuando he de elegir una canción infantil y cantarla: yo, a quien mis profesores de música en el colegio llamaban "el cuervo". Elijo, entre confuso y espantado, Marco. De los Apeninos a los Andes, la melodía de aquella serie transpirenaica y lacrimógena de los ochenta. Esta vez quien acude en mi socorro son los propios niños, que la entonan con determinación y que ocultan: a) que no recuerdo ni una palabra de la letra y b) que ya no soy un cuervo, sino una bandada de cornejas.