Durante toda esta larga pandemia que ha amordazado, por no decir anulado, el año 2020, y que amenaza con extender sus perniciosos efectos durante buena parte del venidero 2021, una de las confusiones más frecuentes y generalizadas que he advertido ha sido la referente a la conversión automática de las necesidades sanitarias en obligaciones jurídicas. Así, si se concluía que una medida era deseable o apropiada en la lucha contra el coronavirus, se transformaba inmediatamente con su sola publicación en los Boletines Oficiales en una imposición jurídica por mandato de los Gobiernos. Nadie parecía cuestionarse si los Ejecutivos disponían de facultades para ordenar y sancionar tales medidas, ni si nuestro ordenamiento jurídico preveía esas soluciones, ni si ante una afectación de los derechos de los ciudadanos había que tomar otro camino o modificar nuestras leyes para hacerlas viables. En mi opinión, se ha pretendido trazar una línea recta entre necesidad sanitaria y obligación jurídica que a veces se ha llevado por delante algunos muros construidos para salvaguardar nuestras libertades y para controlar a los Gobiernos.
Conste que alguna de las decisiones adoptadas me parecen lógicas, comprensibles, plenas de sensatez y adecuadas al desafío a afrontar. Otras, ya no tanto. Pero la cuestión no es esa, sino si se puede adaptar por Decreto una idea aceptable en una obligación jurídica susceptible de sanción y si, además, dicha conversión se deja en manos del Gobierno, relegando nuevamente al Parlamento y a la propia ley en sentido estricto. Como consecuencia de lo anterior, durante las últimas semanas se han difundido a través de diversos medios de comunicación numerosas sentencias que han anulado las condenas penales y las sanciones administrativas impuestas durante el primer estado de alarma ante la endeble o nula cobertura jurídica de muchas de ellas, evidenciando con ello que la pretendida transformación automática de una recomendación científica en una obligación jurídica por mandato de un miembro del Gobierno no es cuestión simple ni, en ocasiones, factible.
En un escenario teórico e idílico, si la medida no encuentra un claro acomodo en el mundo del derecho sancionador o de la imposición por decreto, cabría apelar a la responsabilidad ciudadana. Pero aquí nos damos de bruces con otro problema, mayor aún si cabe que el anterior: no todas las personas tienen conciencia de su cuota de responsabilidad en la solución del problema, ni disponen de una sensatez a la altura del reto sanitario al que se debe enfrentar la sociedad. Las llamadas a la cordura tampoco producen un efecto automático en el conjunto de la población y existen grupos y sectores que precisamente se caracterizan por su comportamiento irresponsable e imprudente.
Así las cosas, la complejidad del problema se multiplica y encontrar soluciones efectivas y rápidas no parece posible. Una de las cuestiones que ha llamado la atención es la posibilidad de exigir a la ciudadanía una vacunación obligatoria. Ante la existencia de un medicamento seguro y eficaz que acabe con esta lacra, no habría que establecer obligación legal alguna, pues la razón y el sentido común impulsarían a atender la petición sin mayores consideraciones. No obstante, frente a la premisa anterior, comienzan a abrirse importantes grietas en forma de voces que cuestionan la seguridad de la vacuna, que alertan sobre sus posibles efectos secundarios y que sospechan de la rapidez de su fabricación, por lo que la concienciación masiva de la gente peligra. Según una encuesta del CIS dada a conocer la semana pasada, el 55,2 por ciento de los españoles prefiere esperar a conocer los efectos de la vacuna contra el coronavirus para decidir si se la pone o no.
Luego ¿puede un Gobierno obligar a las personas a inyectársela? No existe respuesta jurídica sencilla a esa pregunta. Quienes responden de forma afirmativa, lo hacen tras efectuar una serie de interpretaciones sobre algunos artículos vigentes. Quienes no apuestan por el sí tajante, sin embargo, aluden a la existencia de derechos que imposibilitarían una contestación rotunda.
El artículo 12 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de alarma, excepción y sitio establece que la Autoridad competente podrá adoptar por sí las medidas establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas. Y la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública indica que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.
Hay quien rebusca y se remonta a la Ley de 25 de noviembre de 1944, de Bases de Sanidad Nacional, para hallar una respuesta que clarifique el asunto. En dicha norma se establece que “las vacunaciones contra la viruela y la difteria y contra las infecciones tíficas y paratíficas podrán ser declaradas obligatorias por el Gobierno cuando, por la existencia de casos repetidos de estas enfermedades o por el estado epidémico del momento o previsible, se juzgue conveniente. En todas las demás infecciones en que existan medios de vacunación de reconocida eficacia total o parcial y en que ésta no constituya peligro alguno, podrán ser recomendadas y, en su caso, impuestas por las autoridades sanitarias”. La coletilla “de reconocida eficacia” parece, pues, que nos puede devolver a la casilla de salida.
Personalmente, creo que debería aprobarse una ley en la que claramente se impusiese esa medida, si al menos ese es el camino que quiere seguirse, con el objetivo de erradicar la inseguridad jurídica que existe actualmente. Ya es hora de dejar a un lado las interpretaciones forzadas y los Decretos del Gobierno y establecer una regulación clara, proporcionada y eficaz sobre este trascendental asunto, habida cuenta que nuestro ordenamiento jurídico no está preparado para dar respuesta a problemas de semejante magnitud.