Hace una semana que el ejercito de USA ejecutó a Osama Ben Laden en su refugio de Pakistán. No es una muerte por la que me entristezca más allá de la consideración de la pérdida de una vida humana en circunstancias especiales y por verdugos tan peculiares con los Navy SEAL Team 6. Del mismo modo que no me entristeció la de Idi Amin Dada, Anastasio Somoza, Sadam Hussein o cualquiera de los tiranos que han “adornado” este planeta y contado con el aplauso de Occidente. De igual manera que no llevaré luto cuando le llegue su momento a Gadaffi o a Obiang Nguema; sea cual sea la causa de su muerte.
Pero una cosa es que no llore la muerte de ninguno de estos criminales y otra que aplauda desbordante de alegría su muerte, por muy criminal que haya sido. Entiendo que ante la noticia de la desaparición de alguien que ha estado detrás del asesinato de miles de personas en todo el mundo y representaba una de las visiones más abominables de la vida produzca un alivio, una sensación irracional de íntima alegría, de pensar que todo será mejor sin él en el mundo. Es natural. Nada nos podemos reprochar por tener ese sentimiento. Pero el sentimiento debe filtrarse por el tamiz de la razón y puestos “al orden” hablar con la cabeza fría, separando y dejando que lo que salga a la luz tenga la virtud de estar medido, cortado y ajustado a ese edificio que día a día intentamos construir.
Si la pena de muerte es una aberración, si el asesinato es inaceptable y las ejecuciones sumarísimas una barbaridad legal, lo hecho en el caso de Ben Laden es un compendio de las tres. Los que en su momento nos declaramos contrarios a la pena de muerte, a la tortura, a la vulneración de los derechos humanos no podemos alegrarnos del modo en que se ha desarrollado y concluido esta operación. El que debería mostrar que sí merece la pena defender un estado de cosas en Occidente, por imperfecto que sea, ha hecho lo contrario: se ha igualado a la baja con el enemigo.
Construir un Estado de derecho donde los Derechos Humanos lo sean cada vez más y de verdad no es sencillo, pero es la tarea en la que los masones estamos comprometidos y los atajos, las excepciones no son la mejor manera de construir un mundo más libre ni más seguro. La estrategia y la táctica han fallado en este asunto. Y quiero pensar que sólo haya sido un fallo de táctica y estrategia, que no sea que da igual dónde o qué valores digas defender si al final te comportas como tu enemigo, que, en definitiva, ser un terrorista o no sean etiquetas puestas por el vencedor.
Ricardo