Acude hoy a la sección de firmas invitadas Íñigo Errejón, con un magnífico artículo sobre lo que está ocurriendo en Valencia como marco de fondo para una reflexión profunda sobre “el enemigo”…
El 20 de febrero, en una rueda de prensa urgente junto con la Delegada del Gobierno en Valencia, el Jefe Superior de la policía del País Valenciano, Antonio Moreno, designado por Rubalcaba en la anterior legislatura, mentía sobre supuestas agresiones a la policía para justificar la brutalidad que ésta empleó contra los estudiantes del Instituto de Enseñanza Secundaria Lluís Vives, que se manifestaban contra los profundos recortes en educación.
La Delegada del Gobierno, Paula Sánchez de León, se limitó a cumplir un protocolo habitual y siniestro en nuestro sistema político, por el cual la primera reacción de políticos y periodistas es descalificar cualquier crítica a la policía y cubrir cualquier actuación de ésta, a veces sin siquiera conocerlas. El jefe de la policía, en cambio, aportó un titular que desde entonces ha dado el salto a las redes sociales y las pancartas, a las redacciones de periódicos, radios, y televisiones, y hasta el Congreso de los Diputados.
Preguntado por los efectivos policiales empleados para la represión de los estudiantes que exigían calefacción, papel y luz en los maltrechos institutos del País Valenciano, el jefe de la policía respondía como sigue:
Comprenderá que no lo voy a decir, no es prudente desde el punto de vista de la táctica y la técnica policial que yo le diga al enemigo cuales son mis fuerzas y mis debilidades.
Todo ello acompañado de golpes de autoridad con la mano en la mesa.
Más allá de la concepción patrimonialista de la que este señor hace gala sobre la agencia pública que dirige, más allá de su evidente torpeza en las declaraciones, y más allá de sus vínculos con la extrema derecha local, las declaraciones revisten importancia por cuanto pueden ser significativas sobre la coyuntura política en el Estado español, y sus posibles evoluciones. Lo haremos de la mano del pensador político que más ha trabajado sobre el concepto de enemigo: Carl Schmitt.
Política y enemigo
La distinción clásica, en el pensamiento político liberal, entre el ejército y la policía, pivota precisamente sobre el concepto de enemigo. Todo Estado reclama asentarse sobre una unidad política sustancialmente pacificada, en la que las diferencias internas son cuestiones menores frente a la diferencia fundamental y decisiva, que distingue a la unidad política de otras “externas”. El funcionamiento estatal y el reparto de funciones, legitimidades y justificación jurídica, en todo caso, se construye sobre esta distinción entre la guerra, que se hace hacia fuera, contra un “enemigo” ajeno al que se le reconoce estatus de combatiente legítimo, si cae prisionero es prisionero de guerra, su tratamiento está contemplado en el derecho de la guerra, etc.; y el mantenimiento del orden interno, que se hace hacia dentro, contra individuos o grupos que no son reconocidos como combatientes, ni su estatus se considera “político”. La magnífica película “En el nombre del hijo”, sobre las huelgas de hambre de los presos del IRA frente al Gobierno Thatcher por el derecho a llevar ropa de calle en la cárcel en tanto que “prisioneros políticos” es un espléndido ejemplo de la importancia de esta disputa, que es al fin y al cabo por la legitimidad.
Esta afirmación hay que tomarla más como el objeto de la lucha política que como su punto de partida. Históricamente, los Estados han pugnado por disolver o integrar otras formas de identificación: de naciones sin Estado, étnicas, religiosas, de clase en el movimiento obrero, etc. Se trata de un intento, la mayor de las veces exitoso pero siempre incompleto y desafiado por otros actores, de cohesionar la unidad política por oposición a las externas, descartando unos factores de agregación y afirmando como el fundamental, como la diferencia decisiva, la pertenencia a la misma comunidad regida por el mismo Estado. En este ejercicio descansa la afirmación de la soberanía y, más aún, la capacidad de los gobernantes para reivindicarse intérpretes legítimos de la “voluntad general”.
Carl Schmitt entiende lo político como una “intensidad”, que puede aparecer sobre un abanico casi infinito de diferencias: cualquier distinción que sea la fundamental que en un momento y lugar dados ordene las posiciones de la población en torno a los criterios “amigo/enemigo”, es un asunto político. Esta distinción es autónoma de consideraciones morales –sobre lo bueno y lo malo, estéticas –sobre lo bello y lo feo-, económicas –sobre lo rentable y lo no rentable- o de otro tipo, y no se sustenta sobre ninguna de ellas, sino que es el resultado de procesos de construcción y ordenación del campo político, de fijación de “frontera” que divida las lealtades, que constituya un “nosotros” por oposición (o distinción democrática y pacífica) de un “ellos”.
De ahí que los regímenes más estables, en los que el poder descansa mucho más en la seducción que en el miedo, en el consenso que en la coerción, son los que más y mejor disuelven las posibles distinciones “amigo/enemigo” y las diluyen en tanto que diferencias de adversarios. Construyen así, tendencialmente, un orden interno pacificado, en el que aparentemente no hay “vencedores ni vencidos”, sino diferencias menores resolubles por los cauces administrativos y la representación política institucional. La fortaleza de estos regímenes tiene que ver con su capacidad de expulsar la relación amigo/enemigo fuera de los límites de su comunidad, normalizando así una configuración de poder con su desigual reparto de riqueza, reconocimientos y recompensas sociales.
Por ello el poder político que se levante sobre la permanente y obsesiva denuncia del “enemigo interno” evidencia su falta de capacidad hegemónica, sus límites para unificar la comunidad política tras su dirección, y por ello mismo su necesidad de recurrir a altas dosis de violencia contra los gobernados. En el extremo, la existencia del “enemigo interno”, la incapacidad de los gobernantes para unificar a los gobernados integrando parcialmente sus aspiraciones y obteniendo su confianza, lleva a la “guerra civil”, que es la manifestación más nítida de un proyecto estatal fallido.
Entonces, ¿qué ha pasado en Valencia? ¿Qué está pasando?
El régimen de 1978, salido de la llamada transición, es hegemónico en la medida en que integra un amplio espectro de diferencias dentro de un proyecto general que consigue la adhesión de los sectores subalternos. El término “régimen” designa precisamente un sistema cuyo pluralismo no le impide mantener un reparto de roles y de papeles que sólo es alterado parcialmente con los relevos en las élites políticas. La legitimidad del régimen está protegida por una densa sociedad civil que naturaliza como sentido común la configuración, los actores y el funcionamiento de este orden. En términos gramscianos: el “guante de seda” que recubre –y a menudo hace innecesario- el “puño de hierro” del monopolio de la violencia y los privilegios de las élites.
Este régimen no reconoce, no puede reconocer, enemigos legítimos. Los enemigos son el “mal absoluto del terrorismo”, el comportamiento antisocial de la delincuencia o hasta los guiñoles franceses antiespañoles. Así, en el discurso oficial, la policía jamás actúa contra enemigos políticos, por eso puede seguir siendo el cuerpo al servicio de “todos los españoles”, y no de una parte. Enfrenta “alborotadores”, “extremistas” o “antisistema”, antisociales por los que nadie podría sentir simpatía. Por eso la violencia pública puede ser una violencia “neutral”.
Este es el discurso generador de legimitidad para el monopolio de la violencia al interior de las fronteras estatales: aquí sólo hay una voluntad popular, plena y exclusivamente encarnada en las instituciones existentes y en concreto en las autoridades gobernantes, y por fuera sólo hay comportamientos antisociales. No hay enemigos políticos, todas las diferencias son entre adversarios en el parlamento, la representación del Pueblo, que mantiene una relación de identificación plena con el orden vigente y sus grupos rectores.
Sin embargo, este relato ha sido impactado estos días por una pequeña pero interesante cuña, construida por los estudiantes y solidari@s valencianos. Se trata claramente de un impacto muy pequeño, pero muy interesante en el contexto actual.
La protesta de unos estudiantes contra los dramáticos recortes en su instituto fue reprimida con la agresividad y la arrogancia habitual. No obstante, dos elementos contribuyeron a que ese no fuese el final de una queja, sino el comienzo de una impugnación hacia los poderosos. Por una parte, la capacidad de difusión de las nuevas tecnologías ha hecho evidente para todo el mundo la brutalidad policial y las mentiras oficiales para justificarla. Esta es una forma incipiente de control para funcionarios que hasta ahora gozan de plena impunidad. No es suficiente, pero es imprescindible, y desde luego contribuye a erosionar su legitimidad. La resistencia de la juventud en Valencia, por otra parte, que se ha mantenido en la calle pese a los insultos y las amenazas, ha permitido que el conflicto de un salto adelante, se haga estatal y después internacional, y es esa publicidad, que se han ganado a pulso, la que les arropa. Tras las jornadas de caza policial a los estudiantes, el martes Valencia vivió una inmensa manifestación de solidaridad, desobediente y pacífica. La noche anterior había habido encierros en institutos y la Facultad de Geografía e Historia. También en Madrid y otras ciudades del Estado español tuvieron lugar manifestaciones casi improvisadas, que sin necesitar autorización irrumpieron en el centro de la ciudad. La policía se mantuvo observante y en general a distancia. El Gobierno demostró muñeca política, para no alimentar un conflicto en el que la simpatía que despierta “el enemigo” puede cercar a los responsables de la brutalidad policial. Que el Ejecutivo se haya visto forzado a tolerar las marchas y haya preferido no mantener el acoso policial es una modesta victoria política de la solidaridad, debida precisamente a haber podido trascender el plano antirrepresivo y el “diálogo privado” con la policía.
Diferentes fuerzas parlamentarias se hicieron eco del conflicto, y lo llevaron al Congreso. Los trabajadores de Canal 9 se concentraron en protesta por el tratamiento manipulador de las protestas y las cargas policiales, y los responsables políticos (Ministro del Interior, Delegada del Gobierno, Jefe Superior de Policía de Valencia) y sindicatos policiales, tan arrogantes y monolíticos en los días anteriores, comenzaron un patético baile de responsabilizarse mutuamente, comenzando a reconocer que “quizás hayan podido darse excesos”. Nada de esto es suficiente, pero nada de esto se habría producido sin la capacidad de masas de los estudiantes. Esto es, de presentar su demanda particular como la frontera en torno a la cual se producen los alineamientos políticos del momento: con los estudiantes de instituto que piden calefacción o con los gobernantes que les mandan policías a que les insulten y golpeen.
Las palabras del Jefe Superior de la Policía Valenciana, aunque hayan sido fruto de un lapsus que revela cómo hablan entre sí los policías, tienen una gran importancia. En Valencia hemos visto cómo un conflicto local se ha transformado en el problema político durante dos días, es decir: ha roto los dispositivos administrativos –también los de las porras- para integrarlo o disiparlo y marginarlo. El jefe de policía de Valencia, para completar varios días de torpeza oficial, se refería desafiante a los estudiantes como “el enemigo”. El mando policial le regaló a los estudiantes de Valencia una delimitación de frontera muy favorable, gracias a la cual su tan razonable demanda de calefacción se convertía en una representación de una identificación popular en marcha, frente a la antipática violencia oficial. Los iconos de cada campo: un estudiante que protesta para no estudiar con frío, y un policía que le golpea. Inmejorable para el movimiento de los que rechazan los recortes y la involución democrática. Así que recogieron el guante, aceptaron el reto. Al día siguiente, internet se inundaba de chistes que ridiculizaban el uso del término , y esa noche miles de personas en todo el país gritaban “yo también soy el enemigo”, y podían reclamarlo con visos de aceptación social. Rajoy, desde Londres, llamaba a la mesura. Los estudiantes revoltosos ya no eran una minoría extremista, aislada y por tanto fácilmente reprimible, sino un problema político.
¿Y en adelante?
No parece que haya mucha duda sobre que el escenario social va a ir tensándose, a medida que el Gobierno obediente a la Troika y la dictadura de la deuda, imponga y desarrolle, tan sumiso con los de arriba como feroz con los de abajo, su programa completo de medidas de ajuste. Un programa de asfixia económica que, pese a lo que crea nuestra lumpen-oligarquía, no remontará la crisis por la vía del empobrecimiento directo e indirecto de las clases subalternas, sino que la agravará. Este programa, de austeridad para los de abajo y de sometimiento de la soberanía a los poderes financieros europeos, no deja mucho margen para la negociación o la satisfacción de reclamaciones corporativas. Además, el discurso postpolítico, según el cual los recortes no atañen a la ideología sino que son “lo único posible”, deja poco espacio para su discusión, toda vez que se presentan como soluciones técnicas. A medida que la capacidad del Gobierno para satisfacer demandas sociales se vaya viendo cada vez más mermada, es de suponer que el malestar y las tensiones vayan en aumento. Pero eso lo sabía este Gobierno ya antes de entrar en la Moncloa, y trabaja para dispersar y despolitizar el descontento.
Que esta multiplicación de los malestares se transforme en movilización política, y que ésta sea exitosa en su capacidad de obligar a los de arriba a corregir el rumbo de sus políticas o arriesgarse a un cerco destituyente, dependerá de la virtú de la oposición al régimen, en su capacidad para elegir cuidadosamente los terrenos y motivos del enfrentamiento, no en función de criterios morales, sino privilegiando los que contribuyan más al quiebre de vínculo entre “los de arriba y los de abajo”, y a la constitución de éstos en un sujeto autónomo que reclame ser la representación del avance general de su sociedad y exija autogobernase. Pueblo es la cristalización simbólica más habitual, y de mayor capacidad expresiva, de esta operación. Pero se trata de un nombre para una articulación de los de abajo, no de un concepto vinculado a ninguna figura social, así que las discusiones terminológicas son lo de menos.
El miércoles 22 de febrero, la manifestación en Valencia se abría con una pancarta que decía en catalán: Somos el pueblo, no el enemigo. Está bien para sortear la criminalización. Pero el reto principal que tenemos es construir los dos términos, en paralelo, como sinónimos. We the people es siempre una afirmación de ruptura constituyente. Entonces podremos hablar de crisis de régimen.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=145151
Artículo de Iñigo Errejón, investigador en Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Directivo de la Fundación CEPS. Publicado Rebelión el 23/02/2012
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