Revista Arte
Ya nadie recuerda a Eduardo de Valfierno. Quizás porque murió allá por 1931 de manera tan clandestina como anduvo por la vida. O acaso porque el tiempo destiñó toda certeza sobre su historia. Excepto una: Eduardo de Valfierno, autor intelectual del robo del retrato más famoso de todos los tiempos, era argentino.
(…)
…, la mañana del martes 22 de agosto de 1911, al descubrirse que La Gioconda de Leonardo da Vinci había desaparecido del Museo del Louvre. Al escándalo le sucederían 2 años y 111 días de incredulidad y vergüenza: durante todo ese tiempo, el paradero de la Mona Lisa fue un absoluto misterio.
La trama comenzó el domingo 20 de agosto de 1911, cuando un carpintero italiano entró al Louvre poco antes de la hora de cierre. Se llamaba Vincenzo Peruggia y llevaba una existencia a media asta: pobre, solitario y de pocas luces, se mudó a París con la esperanza de lograr algo que se pareciese a un porvenir. Allí empezó a realizar trabajos temporarios en el Museo. Gracias a aquel servicio se acostumbró a las rutinas de los guardias, conoció las salidas y escondrijos más próximos al Salón Carré, donde se hospedaba la pintura de la sonrisa melancólica.
Valfierno había llegado a París después de varias estafas en Sudamérica junto a su socio Yves Chaudron, un virtuoso falsificador de obras maestras. En Francia se adosó el título de marqués y comenzó a planear su golpe más ambicioso. La eficacia de Valfierno residía en su paciencia: a Chaudron le llevó catorce meses concluir seis copias impecables de la Mona Lisa, mientras Valfierno iba detectando a media docena de millonarios dispuestos a hipotecar su imperio con tal de tener aquel retrato colgado en la pared. La obra original era lo que menos le interesaba al estafador argentino. Sólo necesitaba que la noticia del robo recorriera el mundo para vendérsela a sus potenciales compradores.
No tardó en convencer a Vincenzo Peruggia de cometer el robo. El domingo 20 de agosto el carpintero se ocultó en un pequeño depósito de herramientas próximo al Salón Carré y pasó allí la noche. Al día siguiente, un lunes, las puertas del Museo permanecieron cerradas al público. Vincenzo salió de su escondite, descolgó la pintura de la pared, la despojó de su escudo vidriado y de su marco aristocrático, la ocultó bajo su guardapolvo y atravesó la salida como un operario más.
Cuando un guardián notó el espacio vacío pensó en una nueva sesión de fotos: el Louvre había inaugurado un estudio fotográfico y la célebre dama de Leonardo era una de sus modelos más solicitadas. Pasaron las horas y pasó el día y el guardia no preguntó nada, no avisó nada. Recién el martes 22, cuando el Museo reabrió para el público, se advirtió que La Gioconda y su sonrisa habían desaparecido. La noticia, tal como había previsto Valfierno, se divulgó hasta en las naciones más minúsculas, pero el estupor fue mayúsculo. Al robo, fatalmente irresuelto, le siguió el luto y la resignación.
¿Dónde estaba la pintura? Pues a pocas cuadras del Louvre, en la modesta habitación del hotel donde se hospedaba Vincenzo. El argentino no volvió a tomar contacto con el carpintero italiano, que siguió con su vida oscura sin saber muy bien qué hacer con esa obra maestra que había ocultado debajo del falso fondo de un baúl destartalado. Hasta que en el otoño de 1913 leyó en un diario italiano un anuncio que sacudió sus nervios de gelatina. Un anticuario de Florencia compraba “a buen precio objetos de arte”. Lo contactó y el anticuario, escéptico pero intrigado, le respondió citándolo en Florencia para el 22 de diciembre. Peruggia fue al encuentro, le mostró la pintura y el comerciante, anonadado, dio parte a las autoridades.
La noticia del hallazgo recorrió el mundo y el domingo 4 de enero de 1914 la Mona Lisa ya volvía a sonreír desde en el Salón Carré del Museo del Louvre. En Florencia, la justicia condenó a Vincenzo Peruggia a un año y quince días de prisión. Salió a los siete meses: para los italianos se había transformado en una suerte de romántico héroe nacional que había intentado devolver a su patria a La Gioconda. No se supo mucho más de él hasta su muerte, en 1947.
¿Qué fue de Valfierno? El argentino habría pasado una existencia sin sobresaltos hasta su muerte en los Estados Unidos, en 1931. Pero antes, empalagado de soberbia, le confesó a un amigo, el periodista norteamericano Karl Decker, el origen real de su fortuna. Aportó datos, fechas, descripciones y hasta el nombre de los seis millonarios a los que había estafado, con la única condición de que la historia se divulgara después de su muerte y su vida misma fuese leyenda.
EZEQUIEL MARTÍNEZ
“Eduardo de Valfierno: el argentino que vendió 6 veces la ‘Mona Lisa’”
(“ñ”, 22.08.11)