Revista Arte

Valldemosa o las dos soledades (II)

Por Avellanal

Tan sólo contaban con un sumario moblaje en tres celdas y, al principio, mientras llegaba el pianino que la Aduana española retenía, un pianito mallorquín que irritaba a Chopin, pero que le sirvió, a falta de mejor instrumento. Ante las puertas de las celdas, se desplegaba la terraza de un precioso jardín con granados, limoneros… un paisaje digno de los elogios de la Sand (Cuando la vista del lodo y de la niebla de París me hunde en el spleen, cierro los ojos y vuelvo a ver como en sueños esa montaña verdegueante, esas rocas salvajes y la palmera solitaria perdida en un cielo rosa), un grandioso espectáculo de montañas, abetos, encinas y olivares.

La plena montaña favoreció en un comienzo al músico. Allí todos trabajaban, a pesar del olor a frituras que, según la descripción de la escritora, impregnaba toda la isla. Chopin, en su celda, encerrado en la compañía de su piano; al sol, bajo los árboles del jardín, George enseñaba a la perezosa Solange el régimen indirecto y la concordancia del participio, a la vez que hacía leer Tucídides a Maurice, que se distraía con sus dibujos, pues era un adolescente dotado y observador, y hasta se reservaba tiempo para poder trabajar hasta el alba en la redacción de su nueva novela: Spiridion.

Valldemosa o las dos soledades (II)
Chopin, rodeado por el cariño y los cuidados de su familia postiza, componía como un forzado. A los que hablan de la influencia nefasta de ella sobre él, es preciso recordarles la sucesión ininterrumpida de obras maestras concluidas o iniciadas por Chopin en Valldemosa. George Sand, haciendo gala de una actitud maternal que le caracterizaba, prodigó a su amante infinitos cuidados. Por caso, ella misma se encargaba de la cocina: protestaba cuando la cocinera española le robaba el caldo o el pan fresco no llegaba a tiempo, y hasta corría a Palma en busca de elementos culinarios en su afán por variar el inevitable menú de pescado, aceite de oliva y pimienta (La pimienta es el fondo de la existencia mallorquina. Se la come, se la bebe, se la planta, se la respira, se habla de ella, se sueña con ella…). También era inevitable neutralizar la hostilidad de los oriundos del lugar, que en gran parte no perdonaban a aquellos seres estrafalarios, todos vestidos con ropas masculinas (incluso Solange), que no concurrieran a misa.

Esta fue la vida en Valldemosa de los amantes, típica luna de miel de dos seres atípicos. Cada cual en su celda, trabajando. Cada cual en su celda, inmerso en su soledad laboriosa. Mientras tanto, el amor carnal fue suprimido por ella desde las primeras entrevistas, antes de viajar a Mallorca. Con su experiencia de hombres comprendió muy pronto que hasta podía matar al músico si daba rienda suelta a su temperamento. Y, a pesar de las protestas de éste (acaso por puro orgullo masculino) lo trató en adelante casi como el hermano mayor de Maurice y Solange. Su cher malade, su Chopinski, su Chip, su Chipette –con todos estos apodos lo nombraba– debió resignarse a las prolongadas y sosas dulzuras de la amistad amorosa, incrementándose en consecuencia sus celos, celos inevitables frente a una mujer que se le negaba.


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