Revista Arte

Valldemosa o las dos soledades (III)

Por Avellanal

Un presagio de muerte envolvió los últimos días de la permanencia en Valldemosa. La enfermedad de Chopin avanzaba: la fiebre empapaba sus ropas y él no podía soportar el olor de su propia transpiración. No quería estar solo, y sus terrores nocturnos conmovían a los niños.

Finalmente, Chopin y George Sand vuelven al continente en los primeros días de febrero de 1839. Sin embargo, la liaison se prolongó hasta 1846, pese a las naturalezas antagónicas de los amantes. París los perdonó a su modo, y les permitió continuar juntos –cada cual en su respectiva celda, como en Valldemosa– su ejemplarmente laboriosa existencia de creadores. A veces, realizaban excursiones a la campiña. A veces, hacían teatro: Chopin, con su inimitable talento caricaturesco, creaba los personajes; George Sand escribía los textos, mientras que Solange y Maurice representaban. Vida dulce, edénica, que algún día debía concluir. Los hijos, los amigos, los enemigos, al parecer casi todos participaron en la tarea de separarlos: a él, cada vez más enfermo, suspicaz y celoso de Aurore (por primera vez fiel); de ella, que mordía el freno de su vitalidad en aquel papel de monja que no se avenía con su naturaleza. Muy pronto se distanciaron, y salvo algún fugaz encuentro no se vieron nunca más. Cuando el músico falleció, ella estaba muy lejos y no presenció los funerales a los cuales concurrió todo París.

Volviendo a la estancia española, lo relatado hasta aquí fue, detalles más, detalles menos, la historia de Valldemosa, una de las más desgraciadas historias de amor entre artistas. Desgraciada para ellos, agonistas en el mejor sentido de la palabra; pero al mismo tiempo, fecunda para el arte: varios libros de George Sand llevan la impronta de los días en la Cartuja, y como se ha dicho, desesperado, enfermo, angustiado, Chopin escribió en Mallorca algunas de sus obras culmines. Me figuro que pocos encuentros amorosos en el siglo XIX superan a este idilio en cuanto a su influencia directa sobre la personalidad de los artistas y en el vibrante estímulo para crear. Además, un poco de la filosofía de la vida de George Sand, su cordura final, o la cordura que presta a sus personajes, le viene de la violenta erupción de la lava de aquel amor.

Me he permitido titular “Valldemosa o las dos soledades” a este escrito, y desde el comienzo quería llegar aquí: uno de los lugares más bellos de la tierra, donde parece lógica y obligada la comunión, la íntima fusión con la naturaleza y la de aquellos seres entre sí; aquellas sensibilidades, dolorosas en su acuidad, la del novelista y la del músico, que, además, a su modo, se amaban, conduce a lo contrario, a la irrenunciable soledad de los artistas, enfrascados cada cual en su propio obra. Parecía que aquellos amantes hubieran ido a Mallorca a consumar una pasión romántica más, a fundir sus vidas en el crisol imperioso, en el heroico amor de los personajes de las odas de Ossian. La verdad es que no fue así: Chopin, sentado a su piano, borroneaba rabiosamente los originales de la Balada en fa menor; George Sand posaba sus grandes y hermosos ojos negros y redactaba con su tranquila escritura la nueva versión de Lélia. Distancia, cruel distancia.

Quizás me decepcione a mí mismo llegando a la siguiente conclusión, pero a veces pienso que, en el fondo, los artistas no aman como los demás hombres, o aún peor, son absolutamente incapaces de amar. El artista verdadero, aquel que piensa que el mundo ha sido creado para terminar en un poema, en un compás o en una escultura, guarda en las ráfagas enloquecidas de la pasión, la lucidez necesaria para asistir fríamente a su crisis, para recoger con cinismo el material con el cual construir la futura obra; tarea que, al fin y al cabo, es su verdadera vida. Es menester no hacer caso de sus quejas, de sus cartas, de sus confesiones, durante los momentos divinos de la locura compartida, o después de ella, con los tormentos de los celos o del abandono.

Raza privilegiada, desgraciada raza la de los artistas a quienes el genio concede los supremos dones. Vienen al mundo con todas las capacidades para gozar y sentir, para comprender y razonar; ansían lo mismo que los demás mortales, pero con una temperatura y una tensión muy superior. Pero mientras respiren, allí estarán, más vivientes que sus ambiciones terrenas, sus obras por realizar, exigiendo la renuncia de los placeres, de los goces, desviando y hasta anulando sus impulsos. Misteriosa contradicción que los empuja a arriesgarse, a volar y, simultáneamente, les corta las alas y los derriba a tierra. A la postre, el artista (cuanto más grande más solo) queda sin defensa y sin compañía entre sus contemporáneos. Inexorablemente, lo único que goza de su existencia es su soledad y, además, sus tentativas por salir de ella: las confesiones que son sus obras. En Valldemosa, dos soledades lucharon en vano por comunicarse, por unirse. No lo consiguieron. Pero su fracaso quedará conmemorado por los siglos en inmortales creaciones.


Valldemosa o las dos soledades (III)

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