Cuando pisó Palma de Mallorca el 8 de noviembre de 1838, George Sand tenía treinta y cuatro años. Le llevaba, pues, seis años a Chopin. Arribó a la isla de oro con sus dos hijos: Maurice, de quince años, y la menor, Solange, de diez. Cuando conoció a Chopin ya había tenido relaciones íntimas con hombres célebres y mediocres, con poetas y novelistas, sin olvidar al inefable Pagello, el médico de su aventura veneciana, y a un preceptor de Maurice. Su vida privada no difería –y esa fue una de las expresiones más claras de su feminismo– de la de cualquier homme à femmes de su época. Más propiamente, nunca negó que fuera une femme à hommes; y agregaba que si el hombre puede también la mujer puede. Aunque tal vez no sea una exageración, resulta desmesurada la ocurrencia de un historiador cuando aseveró que George Sand conoció, en el sentido bíblico del término, la tercera parte de los hombres más caracterizados de su época. Y lo cierto es que no se puede dejar en el tintero a Jules Sandeau, Alfredo de Musset o a Prosper Mérimée.
A esta mujer de hermosos ojos negros, de piel de andaluza, a esta novelista fecundísima (¡escribió más de 150 volúmenes!) es fácil anatematizarla en nombre de la moral de sus contemporáneos y de la moral actual. Pero nadie hizo en su siglo lo que ella por la liberación sentimental y legal de la mujer. Mas no se maneja en vano la pólvora. Esta morocha, aparentemente silenciosa y fría, fue sacudida por terribles pasiones en el siglo del Romanticismo, en el siglo de los amores inmoderados. Empero, no perdió su camino. Y si permitió que amores violentos la arrebataran, protestó haber sido fiel a la pasión actual., al hombre que había logrado subyugarla, electrizarla. Aspiró a demostrar, y lo demostró con los hechos, que una mujer, sin dejar de ser una excelente madre, puede hacer, desde el punto de vista erótico, exactamente lo que hacía (¿y hace?) el hombre. Cuando ya anciana explicaba su vida a una muchacha que le era cara, y le proporcionaba argumentos para defenderla después de muerta, decíale con la objetividad que empleamos para hablar de otra persona: Si George Sand ha perdido el derecho de ser juzgada como mujer, ha conservado el de ser juzgada como hombre; y en amor, ha sido el más leal entre todos los hombres. No ha engañado a nadie, no ha tenido simultáneamente dos aventuras. Su única culpabilidad ha sido la de escoger, en una existencia en la cual el Arte ocupaba el mayor lugar, la sociedad de los artistas y haber preferido la moral masculina a la moral femenina.