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Valores familiares: Fido, zombies pintados por Norman Rockwell. Una sátira sobre padres, hijos, muertos y vivos

Publicado el 31 octubre 2010 por Esbilla

Valores familiares: Fido, zombies pintados por Norman Rockwell. Una sátira sobre padres, hijos, muertos y vivosFido

Director: Andrew Currie

2006

Canadá

91 min.

Fotografía: Jan Kiesser

Música: Don MacDonald

Guión: Andrew Currie, Robert Chomiak y Dennis Heaton

Reparto: K’Sun Ray, Carrie-Anne Moss, Billy Connolly, Dylan Baker, Tim Blake Nelson, Henry Czerny

En una sociedad donde la muerte ya no es lo que era, los afectos traspasan el umbral de la descomposición física para elegir caminos poco frecuentados y encontrar acomodo en una arcadia a colorines. Fido es, en último término, un film sobre padres e hijos, sobre fracturas emocionales y sobre encontrar una familia mejor que la que te ha tocado, también lo es acerca de la infancia, del sentimiento marciano de no pertenencia a un lugar, no físico sino sentimental, sobre el cual cierto cine americano (aunque esta producción sea canadiense sus referentes estético/conceptuales pertenecen al otro lado de la frontera) a regresado con insistencia desde que Steven Spielberg se dedicó

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a exorcizar sus fantasmas de chico de los suburbios en títulos como E.T., odas a la infancia perdida entre cuadritos de césped y vallas blancas.

El director Andrew Currie vuelve parcialemnte sobre esto, en la forma de una comedia zombie que maneja con gracejo la corriente cómica del subgénero, expresando una voluntad subversiva con respecto a la simbología habitual del invento, de tal manera que la zombificación se presenta no como una advertencia apocalíptica del fin de los tiempos o como metáfora sociopolítica escuela George A. Romero, sino como una oportunidad de prolongar la vida por otros medios. Currie destierra el pesimismo y lo sustituye por una alegría, tonta y burbujeante, pero alegría después de todo que, de rebote, le permite contrabandear una mirada caricaturesca sobre la devoción por las armas, el poder corporativo y la manipulación del miedo (la constante

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amenaza de los zombies de la “zona salvaje” que pululan tras las vallas electrificadas que rodean los idilicos pueblecitos), quizás nunca profunda pero menos amable de lo que puede parecer en un primer término.
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Todo esto se suma a la primera temática, la central, del entendimiento y conflicto paternofilial que, al parecer ya había manejado en su anterior y dramático trabajo Mile Zero, sin mencionar que un corto suyo de 1997 titulado Night of the living ya trataba el tema de un muchacho que veía como su alcoholizado padre se convertía en un zombie. Pero en cualquier caso Fido está desprovisto de drama, que no es lo mismo que carecer de aristas, y se acerca sin embozo alguno al elogio a la diferencia tan querido por el mejor Tim Burton, de quien esta cinta retoma su personal colorido y entraña popera, su carácter de juguete lúdico/melancólico que envolvía e manera irresistible una obra maestra como Eduardo Manostijeras.

Aquí el joven protagonista, Timmy terminará por encontrar su naif ideal de padre en el zombie doméstico Fido (no sin antes dejar un reguero de cadáveres, claro), de igual manera a la que su frustrada madre, una guapísima Carrie Anne Moss lejos del látex y cerca de glamour de la

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ensoñación retro, atisbará un mejor marido en un singular romance necrófilo con el susodicho Fido, a imagen y semejanza de la extravagante vida que lleva su vecino, Tim Blake Nelson convertido en un dibujo animado que cruza a Jerry Lewis con Tony Randall, el cual disfruta de los placeres del arriesgado folleteo post-mortem con la mordisqueante Tammy (hay un gag recurrente sobre el particular) hasta que se da cuanto de que, la quiere de verdad y que más da lo que digan los otros.

Quedarían así solo dos dramatis personae por completar el cuadro principal, por un lado el padre calamitoso, inapropiadamente entusiasta, incapaz de comprender a un hijo al que ve como un futuro muerto en lugar de cómo algo vivo, ajeno a cualquier noción de amor (paternal o matrimonial) preocupado solo por los entierros con al cabeza separada del cuerpo, el mayor entretenimiento familiar es pasar una tarde dominical en elñ cememterio, a quien da perfecta vida el siempre desagradable Dylan Baker (muy divertido aquí, por cierto, en parte gracias a su particular tipología

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) y otro gran secundario, también especializado en villanos, como es Henry Czerny que aquí se ocupa de un repelente y archiperfecto héroe de la Guerra Zombie y directivo de la ZomCom, la empresa que patentó el collar domesticador de muertos vivientes (de todod esto se da cuenta en una descacharrante y vertiginoso prólogo en blanco y negro con al forma de un reportaje documental televisivo con estética “tardo-cincuentas”), padre de relamida perfección y arrogante apostura de cartel de reclutamiento. Una fachada que, tras la pose y la pipa, oculta un auténtico cabrón desprovisto de cualquier sentimiento humano –el ostentoso gran angular que lo encuadra en esa sala de trofeos llena de fotos de si mismo-.
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Un grupo de actores excelente quienes, alineados junto a ese Fido a quien encarna (es un decir) el gran actor escocés Billy Conolly (sustituyendo a Peter Stormare en el último minuto),  comprenden el timming que la película precisa, un tono un punto caricaturesco, sobreinterpretado, más cercano al cartoon o al tebeo que a cualquier actuación naturalista, con una manera de moverse y de decir que evoca, simultáneamente a la  la serie-b de ciencia-ficción de la edad del terror atómico y a las comedias de Frank Tashlin, ese gran analista cómico de la sociedad americana, con o sin Jerry Lewis. Se recicla de modo semejante la estética

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de cubierta del Saturday Evening Post, o se recurre a la idealización del sustuoso (y corroido) melodrama hollywodiense de los años 50 por medio de ese technicolor apastelado -un uso del color que no está desprovistos de importancia narrativa, por ejemplo la asociación de la progresiva aparición de tonalidades alegres y rojos en su vestuario con la liberación erótico/vital del personaje de Carrie Anne Moss- y saturados que ayudan a la concreción de una atmósfera deliciosamente inofensiva de fábula rockwelliana, bajo la que se agazapa cierta inquietud, cierto deje perverso, muy atemperado siempre por el efecto balsámico y energizante de esa misma envoltura -resulta inequívocamente cartoonesco el uso de las sombras o esos
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contraluces recortados en una enorme luna que ocupa todo el encuadre y que parecen extraídos de algún corto de Chuck Jones-.

Un timbre que, en todos los sentidos, comparte con otra película injustamente olvidada, con la cual compondría un ideal programa doble repleto de malicia y especialmente acertado en esa comprensión del extrañamiento infantil que mencionaba al principio, aquel Parents, mucho más siniestro y retorcido que este Fido, que dirigiera en 1989 el guionista y ocasional actor Bob Balaban, que suponía, con todas sus insuficiencias, excesos (un barroquismo visual que puede resultar agobiante) o desequilibrios un film originalísimo y genuinamente

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siniestro en su contemplación de los horrores, imaginarios y reales, del mundo de los adultos desde el punto de vista de un niño de imaginación más bien excitada, con la incomprensión y la paranoia a toda potencia. Una mixtura de grand guignol, cuento cruel de elaboradísima estética retro con constantes alusiones, como aquí hace Andrew Currie a la ilustración y la publicidad de la época que suponía una genuina comedia excéntrica infectada de american gothic, cuya repulida superficie ocultaba un aterrador (mucho más que aquí) interior que empleaba el canibalismo como sentido último de integración/absorción social.
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