Me voy a la playa, que me relaja O eso dice la gente. Pero por lo que yo veo de las playas, de relajo veo poco. A las playas parece que se va de manifestación, hay hordas y hordas de paisanos tirados tripa arriba. Muchos me consta que tripa abajo, literalmente, no podrían. No se puede dar ni un paso, ni poner la toalla, ni mucho menos estirarse en ella, que le metes el dedo gordo del pie al ojo de la señora de detrás y te comes el culo de un niño (preferiblemente cagado), que no se sabe porqué lo llevan a la playa en pañales y te lo plantan delante de las narices, como si fuera Moisés. El espectáculo de los cuerpos y la moda es digno de mencionarse. Mientras te estás fijando en la barriga de algunos caballeros, que podrían no llevar bañador, que ni se les verían sus partes, y compiten en volumen con la preñada de 13 meses que parece que va a explotar con traje de baño de cortinilla y mucho humor (hay que tenerlo para ir a la playa en ese estado, con esa temperatura y ese gentío).
Y mientras miras a la señora de 57 tacos, en top less, que te tienes que incorporar para ver donde le acaban las tetas, si a ras de la rodilla o del suelo, vamos, que estás en estas y oyes un “Hola!” “Hola”, muy efusivo.
Y es un compañero de trabajo. Pero claro, cualquiera lo reconoce con semejante disfraz. Lo reconoces por la voz, y piensas: Anda si es Míguel (muy importante lo de los acentos, que ya no hay ni un Miguel sobre la faz de la tierra). El Míguel sufre de raquitismo, pero vestido nunca lo habías notado, tiene pelos negros como alambres hasta en las costillas y lleva un traje de baño de los de 2x1 y te regalan un jamón en Eroski, subido en plan Cachuli, hasta debajo del sobaco. Y esto, junto con las gafas aerodinámicas-chumbetas con cristales naranjas metalizados, pues que no caías. Y ves que Míguel lleva una palas, o raquetas, o algo así “para jugar un rato”. Vaya, así que el bueno de Míguel es de los tocacojones. Que de esos hay muchos, y cuanta mas gente hay en la playa ellos más se dedican a sus actividades: Jugar con las palas y arrear pelotazos a todo el respetable que está tomando el sol tranquilamente espazingado, jugar con el crio y una especie de red captura-tiburones (por lo menos) mientras atiza golpes en los tobillos a todos los bañistas que se acercan a la orilla, montarse un chiringuito con la radio, la sombrilla, la tortilla, las cartas y la suegra de aderezo, correr con el perro y el frisbee, como si estuvieras en una playa californiana hasta que el pobre perro aterriza despatarrado encima de la barriga de un señor que casi le da un infarto al descubrir la cara de un bulldog a tres centímetros de la suya… En fin, que viva la playa.
Parte II: Las playas nudistas