Para una planta normal, carece de sentido moverse del sitio donde está enraizada, desde el cual domina la valiosa porción de tierra que le aporta agua y minerales. Sin embargo, los tallos a veces sí se mueven, orientando las hojas hacia la luz. En El Origen de las Especies, Darwin explica que este movimiento es común en los brotes jóvenes de muchas plantas: el tallo gira muy lentamente, recorriendo su ápice círculos en el aire a lo largo de horas y horas, orientándose en busca de luz. Las plantas trepadoras retienen este movimiento juvenil cerca del extremo de sus tallos, lo que les ayuda a explorar los alrededores hasta dar con un soporte al que asirse, por ejemplo, mediante diminutas garras (como en los galios) o zarcillos (como en los brísoles). Así, las trepadoras escapan de la peligrosa sombra que les dan las plantas vecinas y que estorbaría su crecimiento por dificultarles la fotosíntesis. En muchas cunetas ricas en nutrientes, las hierbas ahora crecen altas y espesas hasta oscurecer el suelo bajo ellas, configurando así el caldo de cultivo donde triunfan las hierbas trepadoras.
Pero el hábito trepador abre una nueva posibilidad, como si evolución se plantease, a través de la planta trepadora, qué sentido tiene seguir haciendo la fotosíntesis cuando se crece agarrada estrechamente a otras plantas repletas de savia. En la familia de las correhuelas (Convolvuláceas) la evolución respondió a esta pregunta originando las cuscutas, alias cabelleras del diablo, cabellos de monte y barbas de raposo. Estas plantas parásitas trepadoras se enredan a sus víctimas y les succionan la savia, balanceando lentamente sus brotes como cabellos en el aire para atacar un tallo tras otro, como una insaciable maraña de hilos rojos que drenase a su víctima a través de cientos de diminutos abrazos rematados en un mordisco, al estilo del vampiro de múltiples bocas sobre tentáculos imaginado por Robert Bloch.
Cada cuscuta nace de una minúscula semilla de la que brota un delgado tallo verde, que durante varios días crece haciendo la fotosíntesis, oscilando en círculo en busca de su primera víctima. Cuando la localiza, se enrosca alrededor del lugar elegido y produce un haustorio, una hinchazón a través de la cual succiona la savia elaborada de esa planta. Sus primeros sorbos de savia le hacen olvidar la fotosíntesis, y sus raíces se descomponen. Se convierte así en hilos rojos suspendidos en el aire, enredados entre la hierba y los arbustos, chupándoles la savia mediante multitud de haustorios. La cabellera del diablo ha perfeccionado esta manera de vivir hasta el punto de seleccionar a sus víctimas, como un depredador selecciona a su presa. Su contacto con los tallos permite a este vampiro vegetal saber de alguna manera si la planta será una buena víctima, si está saludable o no, y si la especie merece la pena, porque cada especie de cuscuta tiene tiene sus propias preferencias a la hora de parasitar. Por ejemplo, Cuscuta europaea parasita a los espinos albares, pero tiende a enrollarse en torno a espinos albares sanos y fuertes, y a alejarse de los más débiles. Tal vez conoce el estado nutricional de la planta porque analiza los flavonoides de la corteza. En cualquier caso, la cabellera del diablo evoca la escena inquietante de una planta que empieza a moverse para atacar, pero no del modo tan animal que John Wyndham imaginó para sus trífidos, sino de otra manera más extraña y sin embargo mucho más realista, mucho más vegetal: no os lo perdáis en este vídeo filmado con cámara rápida.
En la imagen, la cuscuta más común del ecosistema, Cuscuta epithymum, sobre tomillo (Thymus zygis) y oreja de liebre (Phlomis lychnitis), dos Labiadas.