Revista Religión

VARGAS LLOSA, PERIODISTA. Antonia y los cóndores. Juanita, la doncella de Ampato

Por Joseantoniobenito

VARGAS LLOSA, PERIODISTA. Antonia y los cóndores. Juanita, la doncella de Ampato

Les comparto dos artículos bien interesantes de nuestro laureado escritor.  Uno sobre la llorada Hermana Antonia de Yanque; el otro, sobre la momia Juanita, la Dama de Ampato. ¡Felicitaciones!

Antonia y los cóndores

mario vargas llosa | elpais.es | 26-03-2006 |

Durante varios siglos, el valle del Colca, al noroeste de Arequipa, en el sur del Perú, vivió prácticamente aislado del resto del mundo y sus catorce pueblos, fundados en el siglo XVI por los españoles -la zona formó parte del repartimiento de indios que recibió Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, en 1540- languidecieron fuera del tiempo y de la historia hasta que la irrigación del río Majes abrió trochas que, desde hace unas tres décadas, lo conectaron a Arequipa. Ahora, el valle y su profundo cañón, su reserva de vicuñas, sus cóndores, sus petroglifos y pinturas rupestres, las andenerías que construyeron los collahuas, los cabanas y los incas y que 1.500 años después siguen usando los campesinos para sus sembríos, se han convertido en una de las principales atracciones turísticas del Perú.
Con toda justicia, hay que decirlo. El paisaje es deslumbrante y, aunque conviene tener los riñones bien puestos para resistir el zangoloteo en algunos tramos de los 180 kilómetros que separan el valle de Arequipa, el espectáculo de los soberbios volcanes, los nevados, las punas con sus recuas de llamas y guanacos, las bellísimas vicuñas de la reserva de Aguada Blanca, así como el descenso del ubérrimo valle al que las lluvias recientes han esmaltado con todos los matices del verde, compensan al viajero con creces de cualquier incomodidad.
Los catorce pueblos del Colca son una curiosidad histórica única. En ellos los tres siglos de vida colonial se han preservado casi intactos: ahí está la plaza mayor, las calles tiradas a cordel, las casas construidas según las disposiciones del virrey Toledo cuando ordenó las reducciones (o concentraciones) de indígenas, con sus muros de piedra volcánica (el sillar) y sus techos de paja, aunque éstos comienzan a ser reemplazados por la calamina. Y se conserva, sobre todo, el ritmo pausado de esa vida que parece intemporal, marcado por las faenas agrícolas y el cambio de las estaciones.
Las catorce iglesias, cuya fábrica es del siglo XVI, aunque casi todas fueron remodeladas y acabadas en los siglos XVII y XVIII, son una pura maravilla. Cuando yo vine al Colca la primera vez, hace un cuarto de siglo, muchas de ellas estaban muy deterioradas por el tiempo y los terremotos y varias parecían a punto de desplomarse. Pero ahora, gracias a la Cooperación española, van siendo restauradas con rigor histórico, buen gusto y la activa participación de los vecinos, a quienes se capacita en las técnicas de la restauración, a fin de que se involucren psicológica y afectivamente en la reconstrucción de su patrimonio arquitectónico y artístico. Emociona comprobar el entusiasmo y el orgullo con que las muchachas y muchachos campesinos de los pueblos de Ichupampa, Maca, Coporaque, Yanque y otros muestran a los forasteros la técnica que emplean para retirar el revoque de los muros y sacar a la luz las pinturas escondidas bajo las capas de yeso y cal o para limpiar y reparar los retablos e imágenes arrebosados de polvo y de mugre. La iglesia de Lari, totalmente rehabilitada en todo su esplendor, es tan bella, con su profunda cúpula, sus barrocos altares mestizos y la suave luz tamizada por las piedras translúcidas de Huamanga que se desparrama por su vasta nave, que ella sola justifica el viaje al Colca.
Ahora bien, si tengo que quedarme con sólo dos de las maravillas de este rincón de los Andes, me quedo con los cóndores y la madre Antonia. El cóndor es el animal mitológico por excelencia de casi todas las culturas peruanas prehispánicas y su majestuosa figura de tres metros de largo cuando tiene las alas desplegadas, su plumaje pardo y negro con manchas blancas en la pechera y en las alas, surca los espacios de tejidos, huacos, muros y, aquí en el Colca, de cavernas y grandes rocas con petroglifos a los que se calculan varios miles de años de antigüedad. Pero, probablemente, el único lugar del mundo donde se puede ver a los cóndores de muy cerca, hendiendo los aires, dejándose ascender o bajar o arrastrar al compás de las corrientes, sea en los miradores naturales que existen en los escarpados flancos de estas montañas. Los cóndores vuelan muy alto y se espantan con facilidad cuando salen en busca de cadáveres (son animales carroñeros). Aquí, en el estrecho desfiladero al fondo del cual ruge el torrentoso cañón, es posible contemplarlos, trazando sus elegantes acrobacias, a muy poca distancia, y, los días de buen tiempo, incluso, vislumbrar su cresta carnosa, su pico curvo, su collarín blancuzco y su mirada fría, carnicera.
Esta vez, a diferencia de lo que me ocurrió hace veinticinco años, en que vi a los cóndores tan de cerca que me parecía que hubiera podido tocarlos -las distancias se acortan debido a la limpidez cristalina del aire a los 3.700 metros de altura-, los vi sólo de lejos, flotando en curvas entre los escarpados picachos. En la Cruz del Cóndor, el más elevado de los miradores, un cóndor al que la brusca llegada de las nubes espesas había obligado a refugiarse en uno de los andenes de la montaña, esperaba inmóvil que despejara algo el cielo para proseguir su vuelo. Era un espectáculo dramático el del gran pájaro en esa saliente, paralizado por el mal tiempo, oteando con alarma la espesa neblina, temblando de zozobra sin duda por la cercanía de nosotros, los observadores, sin atreverse a lanzarse a volar entre aquellas densas nubes que podrían confundirlo y estrellarlo contra las filudas paredes de la montaña.
Cuando yo la conocí, en mi primer viaje al Colca, en 1981, la madre Antonia llevaba ya doce años en Yanque, uno de los principales pueblos del valle. Era un personaje conocido en toda la región, protagonista de una fosforescente mitología. En toda la zona no había un solo policía y esta hermana Maryknoll se había echado sobre los hombros la temeraria obligación de defender a los débiles de los abusos de los fuertes, perseguir a los abigeos e impedir que los ladrones saquearan las iglesias o, si lo hacían, recuperar los cuadros e imágenes birlados. No tenía reparos en ir a amonestar a los maridos borrachos que daban palizas a sus mujeres -ya le habían dado algunas palizas a ella por hacerlo- o en irrumpir en las reyertas de aldeanos para impedir que los contrincantes se acuchillaran. Había recibido muchas amenazas de muerte, que la tenían perfectamente sin cuidado.
Me sorprendió -y me alegró mucho- saber que la madre Antonia estaba aún en pie, y siempre en Yanque, dando la guerra de siempre contra la injusticia. Debe de ser nonagenaria, pero su energía no ha mermado un ápice. Sigue viviendo en lo que fue la glacial sacristía de la iglesia de Yanque y se ha encogido y subsumido al extremo de que parece una niñita. Calza esas ojotas de llanta de los indios y un grueso sacón de rombos colorados y se ha curvado tanto que su espalda es un signo de interrogación. Pero su risa franca, generosa, y la lucecita risueña de sus ojos son las mismas que yo recordaba.
La fe produce a veces monstruos -los fanáticos- pero también ángeles, y no hay la menor duda de que la madre Antonia es una de estos últimos. Nació en el Bronx, en Nueva York, y después de hacer allí su noviciado en los Maryknoll, estuvo en Panamá y en Colombia, antes de ser enviada al Perú. Trabajó un tiempo en los barrios marginales de Lima y se vino al valle del Colca hace 35 años, cuando llegar hasta aquí era una larga y difícil travesía en lomo de mula. Sólo una vez ha vuelto a ver a su familia neoyorquina, a fines de los años setenta, cuando dos de sus hermanos vinieron a visitarla. Aquí, en Yanque, ha aprendido el quechua y el aymara. Tiene un español sabroso, de arrastradas erres serranas.
A comienzos de los años ochenta, la corriente del Niño causó estragos en el Perú, provocando verdaderos cataclismos en la agricultura. En los catorce pueblos del Colca el desplome de la economía rural empobreció aún más a quienes ya sobrevivían a duras penas. Entonces, la madre Antonia, secundada por voluntarios de Yanque, organizó "la campaña de la sopa", que todavía funciona. Se reparten unos 650 platos de sopa cada día, a las cinco de la madrugada -comienzan a prepararse a las tres- a los campesinos paupérrimos, antes de que salgan a trabajar en el campo, y esa sopa es, precisa la madre Antonia, para la gran mayoría de ellos, la única comida del día.
Todos los ingredientes de esa sopa salen de la huerta que esta anciana incombustible trabaja con esas manos llenas de nudos y callos que ella agita de tanto en tanto en medio de una risotada. "No sólo tiene verduras", añade, chupándose los labios, "a veces nos cae algún donativo y podemos echarle también unos pedazos de carne. Es saludable y riquísima". Lo dice con tanta convicción que es imposible no creerle.

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Por MARIO VARGAS LLOSA

Una DoncellaTIENE la edad de la Julieta de Shakespeare -catorce años- y, como ésta, una historia romántica y trágica. Es bellísima, principalmente vista de perfil. Su rostro exótico, alargado, de pómulos altos y sus ojos grandes y algo sesgados, sugieren una remota estirpe oriental. Tiene la boca abierta, como desafiando al mundo con la blancura de sus dientes perfectos, levemente salidos, que fruncen su labio superior en coqueto mohín. Su larguísima cabellera negra, recogida en dos bandas, enmarca su rostro como la toca de una novicia y se repliega luego en una trenza que baja hasta su cintura y la circunda. Se mantiene silente e inmóvil, como un personaje de teatro japonés, en sus vestiduras de finísima alpaca. Se llama Juanita. Nació hace más de quinientos años en algún lugar de los Andes y ahora vive en una urna de cristal (que, en verdad, es una computadora disimulada), en un ámbito glacial de 19°ree; bajo cero, a salvo del tacto humano y de la corrosión.
Detesto las momias y todas las que he visto, en museos, tumbas o colecciones particulares, me han producido siempre infinita repugnancia. Jamás he sentido la emoción que inspiran a tantos seres humanos -no sólo a los arqueólogos- esas calaveras agujereadas y trepanadas, de cuencas vacías y huesos calcinados, que testimonian sobre las civilizaciones extinguidas. A mí, me recuerdan sobre todo nuestra perecible condición y la horrenda materia en que quedaremos convertidos, si no elegimos la incineración.
Me resigné a visitar a Juanita, en el pequeño museo especialmente construido para ella por la Universidad Católica de Arequipa, porque a mi amigo, el pintor Fernando de Szyszlo, que tiene la pasión precolombina, le hacía ilusión. Pero fui convencido de que el espectáculo de la calavera pueril y centenaria, me revolvería las tripas. No ha sido así. Nada más verla, quedé conmovido, prendado de la belleza de Juanita, y, si no fuera por el qué dirán, me la robaría e instalaría en mi casa como dueña y señora de mi vida.
Su historia es tan exótica como sus delicados rasgos y su ambigua postura, que podría ser de esclava sumisa o despótica emperatriz. El antropólogo Johan Reinhard, acompañado por el guía andinista Miguel Zárate, se hallaba, el 18 de setiembre de 1995, escalando la cumbre del volcán Ampato (6,380 metros de altura), en el sur del Perú. No buscaban restos prehistóricos, sino una visión próxima de un volcán vecino, el nevado Sabancaya, que se encontraba en plena erupción. Nubes de ceniza blancuzca y ardiente llovían sobre el Ampato y habían derretido la coraza de nieve eterna de la cumbre, de la que Reinhard y Zárate se encontraban a poca distancia. De pronto, Zárate divisó entre las rocas, sobresaliendo de la nieve, una llamarada de colores: las plumas de una cofia o tocado inca. A poco de rastrear el contorno, encontraron el resto: un fardo funerario, que, por efecto de la desintegración del hielo de la cumbre, había salido a la superficie y rodado sesenta metros desde el lugar donde, cinco siglos atrás, fue enterrado. La caída no había hecho daño a Juanita (bautizada así por el nombre de pila de Reinhard, Johan); apenas, desgarrada la primera manta en que estaba envuelta. En los veintitrés años que lleva escalando montañas -ocho en el Himalaya, quince en los Andes- en pos de huellas del pasado, Johan Reinhard no había sentido nada parecido a lo que sintió aquella mañana, a seis mil metros de altura, bajo un sol ígneo cuando tuvo a aquella jovencita inca en sus brazos. Johan es un gringo simpático, que me explicó toda aquella aventura con una sobreexcitación arqueológica que (por primera vez en mi vida) encontré totalmente justificada.
Convencidos de que si dejaban a Juanita a la intemperie en aquellas alturas hasta regresar a buscarla con una expedición, se corría el riesgo de que fuera robada por los saqueadores de tumbas, o quedara sepultada bajo un aluvión, decidieron llevársela consigo. La relación detallada de los tres días que les tomó bajar con Juanita a cuestas las faldas del Ampato -el fardo funerario de ochenta libras de peso bien amarrado a la mochila del antropólogo- tiene todo el color y los sobresaltos de una buena película, que, sin duda, más pronto o más tarde, se hará.
En los dos años y pico que han corrido desde entonces, la bella Juanita se ha convertido en una celebridad internacional. Con los auspicios de la National Geographic viajó a Estados Unidos, donde fue visitada por un cuarto de millón de personas, entre ellas el presidente Clinton. Un célebre odontólogo escribió: ojalá las muchachas norteamericanas tuvieran dentaduras tan blancas, sanas y completas como la de esta jovencita peruana.
Pasada por toda clase de máquinas de altísima tecnología en la John Hopkins University; examinada, hurgada y adivinada por ejércitos de sabios y técnicos, y, finalmente, regresada a Arequipa en esa urna-computadora especialmente construida para ella ha sido posible reconstruir, con una precisión de detalles que linda con la ciencia-ficción, casi toda la historia de Juanita.
Esta niña fue sacrificada al Apu (dios) Ampato, en la misma cumbre del volcán, para apaciguar su virulencia y a fin de que trajera bonanza a los asentamientos incas de la comarca. Exactamente seis horas antes de su ejecución por el sacrificador, se le dio de comer un guiso de verduras. La receta de ese menú está siendo revivida por un equipo de biólogos. No fue degollada ni asfixiada. Su muerte ocurrió gracias a un certero golpe de garrote en la sien derecha. Tan perfectamente ejecutado que no debió sentir el menor dolor, me aseguró el doctor José Antonio Chávez, que co-dirigió con Reinhard una nueva expedición a los volcanes de la zona, donde encontraron las tumbas de otros dos niños, también sacrificados a la voracidad de los Apus andinos.
Es probable que, luego de ser elegida como víctima propiciatoria, Juanita fuera reverenciada y paseada por los Andes -tal vez llevada hasta el Cusco y presentada al Inca-, antes de subir en procesión ritual, desde el valle del Colca y seguida por llamas alhajadas, músicos y danzantes y centenares de devotos, por las empinadas faldas del Ampato, hasta las orillas del cráter, donde estaba la plataforma de los sacrificios. ¿Tuvo miedo, pánico, Juanita, en aquellos momentos finales? A juzgar por la absoluta serenidad estampada en su delicada calavera, por la tranquila arrogancia con que recibe las miradas de sus innumerables visitantes, se diría que no. Que, tal vez, aceptó con resignación y acaso regocijo, aquel trámite brutal, de pocos segundos, que la trasladaría al mundo de los dioses andinos, convertida ella misma en una diosa.
Fue enterrada con una vestimenta suntuosa, la cabeza tocada con un arco iris de plumas trenzadas, el cuerpo envuelto en tres capas de vestidos finísimamente tejidos en lana de alpaca, los pies enfundados en unas ligeras sandalias de cuero. Prendedores de plata, vasos burilados, un recipiente de chicha, un plato de maíz, una llamita de metal y otros objetos de culto o domésticos -rescatados intactos todos ellos- la acompañaron en su reposo de siglos, junto a la boca de aquel volcán, hasta que el accidental calentamiento del casquete glacial del Ampato, derritió las paredes que protegían su descanso y la lanzó, o poco menos, en los brazos de Johan Reinhard y Miguel Zárate.
Ahí está ahora, en una casita de clase media de la recoleta ciudad donde nací, iniciando una nueva etapa de su vida, que durará tal vez otros quinientos años, en una urna computadorizada, preservada de la extinción por un frío polar, y testimoniando -depende del cristal con que se la mire- sobre la riqueza ceremonial y las misteriosas creencias de una civilización ida, o sobre la infinita crueldad con que solía (y suele todavía) conjurar sus miedos la estupidez humana.

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© Mario Vargas Llosa, 1997. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País Internacional, S.A., 1997.

 

 


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