Pocos días después de la muerte de mi padre, recibí una llamada telefónica de lo más inesperada:
-Buenos días, ¿hablo con el señor Enrique Morey?
-Así es. ¿Quién habla?
-Soy la secretaria personal del Dr. Mario Vargas Llosa. El doctor ha sido informado del fallecimiento de su señor padre y le gustaría presentar sus condolencias personalmente. ¿Usted reside en Bilbao, cierto?
-Sí, correcto.
-El doctor dará una conferencia la semana que viene, a propósito de la presentación de su nuevo libro. ¿Cree que podemos coordinar una cita para la mañana del próximo jueves?
-¡Claro, por supuesto!
Desde ese instante no dejé de cuestionarme respecto a la veracidad de la conversación. ¿Se trataba de una broma o de verdad el único Nobel peruano me había contactado para tener una reunión con él? Mantuve la duda hasta esa mañana del jueves, en la que me acerqué a la recepción de uno de los hoteles más exclusivos de la capital vizcaína para preguntar por el escritor.
La recepcionista llamó a la habitación anunciando mi presencia. Me dijo que esperaba en el lobby, que en un instante vendría a mi encuentro. No fueron más de un par de minutos pero me parecieron una eternidad. Todo mi cuerpo temblaba de los nervios, no podía estar quieto en ninguna posición y mis manos transpiraban sin cesar. Intenté secármelas restregándolas sobre el pantalón ¡Cómo le iba a dar la mano sudorosa a Mario Vargas Llosa!
-¿Sr. Morey? -escuché una voz femenina mientras seguía tratando de quitarme el sudor.
-Eh, sí, soy yo -le dije con torpeza mientras me ponía de pie.
-Buenos días. Soy la secretaria personal del Dr. Vargas Llosa. ¿Me acompaña por favor? -me dijo señalando el ascensor y evitando darme la mano.
En el ascensor, la secretaría -una señora de mediana edad, muy elegante- saca de su bolso una toallita de papel que me lo entrega con discreción.
-¿Nervioso?
-Sí, un poco -le dije mientras secaba por fin mis palmas gracias al oportuno papelito.
-No se preocupe, el doctor es muy cercano, ya lo verá -trataba de tranquilizarme la mujer.
Llegamos al piso más alto del hotel y nos dirigimos a la suite donde se alojaba mi prestigioso interlocutor.
-¡Doctor, el Sr. Morey ya está aquí! -dijo la secretaria tras dar dos golpes a la puerta.
Vargas Llosa abrió la puerta con una sonrisa que me pareció sincera. Me dio la mano y me invitó a sentarme en uno de los sillones de la antesala de la habitación. Vestido de traje, sin corbata, me ofreció una Coca Cola que sacó del minibar.
-Ya hubiésemos querido tener estas facilidades cuando coincidimos con su padre en París, a finales de los 50, ¿no es verdad? Al principio casi no teníamos ni para comer. "Enriquito" hacía tallarines todas las noches y lo acompañábamos con un vino barato, muy malo, que comprábamos en la bodega de un marroquí que estaba debajo de la pensión. Su papá sazonaba el agua en donde se cocía la pasta con todas las especias que tenía a la mano y la verdad es que no le quedaba nada mal. Se podían comer solo, sin ninguna salsa, mire usted.
Así se inició una animada plática que duró cerca de una hora. Vargas Llosa es un gran conversador y pude ver cómo disfrutaba recordando esos pasajes de su vida en los que le tocó compartir con mi padre. Con mi nerviosismo esfumado por la cordialidad y afinidad de tan insigne personaje, me animé a hacerle algunas preguntas.
-Mi padre siempre me decía que El Brigadier de "La ciudad y los perros" era él. ¿Eso es verdad?
-Ja ja ja, su padre nunca se cansaba de decirlo. Es más, sé que fue entrevistado junto a otros compañeros del Leoncio Prado para el libro que escribió un joven periodista peruano, Sergio Vilela, sobre aquellos años en el Colegio Militar.
-Incluso salió en un reportaje televisivo sobre el mismo tema.
-Eso no lo sabía, mire usted. El Leoncio Prado me hizo descubrir realmente lo que era el Perú. Hasta entonces había tenido una idea cortita, muy breve, resultado de mi parcializada visión como hijo perteneciente a la clase media limeña. Por supuesto que la escribí con una base en la realidad, pero no deja de ser una novela de ficción. Ni yo soy El Poeta, ni su padre es El Brigadier, aunque claro que tomé muchos hechos circunstanciales para crear los personajes.
-Una de mis novelas favoritas es "La tía Julia y el escribidor". Cuando terminé de leerla, la comenté con mi papá y me dijo que también aparecía como uno de los amigos a los que Varguitas les pide dinero para poder escaparse con la tía Julia. ¿Tampoco es cierto?
-Mire usted, eso quizás es más verídico que lo otro ( sonríe risueñamente). Sí es verdad que fuimos, Javier Silva Ruete y yo, a casa de su padre cuando vivía en Miraflores. Fui a pedirle dinero prestado para poder venirme a Europa con Julia, con quien me acababa de casar en esos tiempos. Pero también es cierto que no fue el único, fueron varios los colegas a quienes busqué en esos momentos. Y un poco de todos ellos es lo que aparece en la novela.
-Saliendo de lo literario, mi padre también me contó que estuvo con usted y otros peruanos alentando a la selección durante el mundial de España 82.
-Eso es cierto, formábamos parte de la barra de aficionados peruanos que fuimos a todos los estadios en los que nos tocó jugar. Llegaron varios compatriotas desde Perú y uno de ellos era su padre. La organización había reservado asientos contiguos de acuerdo con la nacionalidad para controlar mejor a las masas, pero nunca hubo ningún problema, era una verdadera fiesta deportiva. Una pena que nos hubieran eliminado tan pronto. Todavía me acuerdo de ese goleador polaco, Lato. En ese partido estuvo endiablado, ¿no es verdad?
-Una de las últimas veces que se reencontraron fue durante la campaña para las elecciones generales de 1990.
-Me parece que fue en noviembre de 1989. Por esos días se hizo una gran manifestación a favor de la paz y en contra del terrorismo que movilizó a miles de limeños al centro de la capital por primera vez en esos años de violencia. Yo por entonces andaba con mucha gente a mi alrededor y aunque logré divisar a su padre en medio del gentío, nos fue imposible acercarnos. Pero pocos días después, se organizó una cena para recaudar fondos para la campaña presidencial y ahí asistió Enrique. Esa vez, cuando lo vi, dejé al grupo con el que estaba departiendo y me acerqué hacia él. Lo saludé diciéndole "¡Enriquito!" y nos dimos un abrazo fuerte. Estuvimos conversando un rato, hasta que me requirieron para cumplir con otros asistentes. Me dio mucho gusto verlo ahí.
Rosi, la secretaria de Vargas Llosa que nos ha acompañado en completo silencio durante toda la reunión, toma por única vez la palabra para recordarle a su jefe la hora. El escritor me pide disculpas por tener que finalizar la conversación de ese modo, pero es que debe prepararse para la conferencia que se inicia en un par de horas.
-Rosi, por favor, acércame el presente para el Sr. Morey -le dice Vargas Llosa a su secretaria.
-Aquí lo tiene, doctor -le dice Rosi entregándole un paquete que envuelve lo que parece ser un marco para fotos.
-Me entristeció mucho la muerte de su padre -me dice como colofón a nuestro encuentro. -Le tuve bastante aprecio y fue de los que eché en falta cuando volví al Colegio Militar para el homenaje que me hicieron en el 2011 (creo ya estaba muy enfermo por ese entonces). Si bien nunca nos vimos con frecuencia, siempre lo consideré un muy buen amigo. Por favor, reciba este detalle que estoy seguro que lo sabrá apreciar.
Me retiré de la habitación sintiendo que acababa de pasar uno de los mejores y más irrepetibles momentos de mi vida. Estuve tan absorto que apenas se me ocurrió abrir el paquete cuando entré a mi coche, estacionado en el aparcamiento del hotel. Se trataba de una fotografía enmarcada, tomada en 1982 a las afueras del estadio de Balaídos en Vigo. En ella aparecía Vargas Llosa abrazando a mi padre, mientras ambos sostenían la camiseta de Rubén "Panadero" Díaz, el central peruano que había logrado empatar el partido contra la futura campeona Italia. Al reverso del marco, había una dedicatoria escrita con un fino rotulador negro:
"A la memoria de Enriquito. Con mucho afecto: MVLL"
Publicado en " Asíntotas ", blog colectivo basado en un reto creativo mensual