—Salgo—Qué nervios.—Ya he salido. Vuelvo—Vaya viaje.
La presbicia, la de los demás porque yo por ahora no tengo, te mete las conversaciones de extraños por los ojos. Echas un vistazo al que se sienta al lado en una reunión, al que va contigo en el bus, al que espera delante de ti en la cola de correos y LETRAS GIGANTES MUY GIGANTES TE SALTAN A LOS OJOS DESDE LAS PANTALLAS DE SUS MÓVILES. Si algo he aprendido de nuestra sociedad es que por coquetería la gente prefiere hacer públicas sus conversaciones más íntimas antes que ponerse gafas. Me pasa continuamente. Yo no quiero, en serio, pero es que miras a alguien que tiene el móvil en la mano y ahí está, su conversación más íntima «TE QUIERO» o más importante «DEBO DINERO A TODO EL MUNDO» o la más banal «ACUERDATE DE COMPRAR PAPEL HIGIÉNICO» o la más patética «NO ME HAGAS ESTO, NO ME DEJES» aleteando en cuerpo setenta cinco en mis narices.
—Salgo—Qué nervios.—Ya he salido. Vuelvo—Vaya viaje.
El otro día volviendo en metro de un no lugar me fije en ella cuando entró en el vagón. No porque fuera especial, ni llamara la atención sino porque el no lugar está tan lejos que casi no hay gente en el metro. El tren se va llenando según nos alejamos de él y llegamos a los lugares. También me fije en ella porque llevaba un sombrerito de paja como los que te pones para que no te de el sol si vives en una casa con jardín en Iowa, falda y sandalias. Iba vestida como si viviera en Iowa o en un día de verano en Inglaterra. También me fijé en ella porque era mayor que yo. En eso también me fijo últimamente (sobre esto ya escribiré otro día). Le eché un vistazo rápido cuando entró en el vagón y me abstraje en mis pensamientos, en algo que estaba escuchando. Pasados unos minutos al girar la vista a mi izquierda descubrí que el sombrerito de paja estaba sentado a mi lado y esa conversación en sus manos. Eran mensajes de wasap mandados a Federico, un hombre con un gran bigotón, un mostacho de esos que convierten a su dueño en un ser entrañable o en el capo de un cartel dla droga. Yo decidí que el bigotón de Federico me daba confianza porque en su foto de perfil, además, parecía afable, cariñoso. Parecía casa. Pero no había contestado al sombrerito de paja.
—Salgo—Qué nervios.Estos dos mensajes habían sido enviados a las 14:27. Claramente esperaban una respuesta, un «venga, que tú puedes, todo va a ir bien», o un «cuéntame en cuanto salgas». Pero se quedaron sin responder.
—Ya he salido.Vuelvo—Vaya viaje.Estos dos mensajes eran de las 16:34. Eran dos piedras nuevas tiradas al agua de la conversación esperando que sus ondas concéntricas agitaran los mensajes anteriores, las notificaciones de Federico, su conciencia, su empatía y sus dedos teclearan algo como «llámame y me cuentas» o un «¿cómo ha ido?» o un «lo siento, no he podido escribirte, en cuanto me libere te llamo» Nada. Sombrerito de paja miraba fijamente la pantalla esperando el "escribiendo" que le demostrara que Federico había salido de su letargo y estaba conectado, al otro lado, interesado. Yo, de reojo, miraba a Federico diciendo: contesta, contesta, contesta. Las uñas de sombrerito estaban cascadas, agrietadas, quizás por una enfermedad porque cuando me fije más en ella pensé que la palabra que mejor la definía era frágil. Se parecía a Joan Didion, parecía al mismo tiempo quebradiza y una superviviente de abrumadores sufrimientos. ¿Qué sufrimientos? No lo sé, claro. Empecé a elucubrar, dejé de esperar que Federico contestara y pensé en que quizá ella, a las 14:27 había salido a encontrarse con alguien. ¿Un hijo perdido? ¿Una hermana con la que perdió el contacto hace muchos años? ¿Su mejor amiga con la que rompió relación por alguna traición? A lo mejor solo había ido a recoger unos resultados médicos importantes. Algo importante sí que era. Nadie manda un mensaje diciendo «qué nervios» y «salgo", si solo va a por judías verdes o a yoga.
«Vaya viaje» en esas dos palabras hay una vida entera. Entre las 14:27 y las 16:34 mi día había consistido en una sucesión de reuniones, mails, más reuniones, más mails, muchos suspiros y doscientas blasfemias y treinta y cinco maldiciones. Ningún viaje, ni físico, ni emocional ni sentimental. ¿Qué le pasó a sombrerito de paja? No lo sé. Imagino que el viaje que empezó ese día en ese intervalo de dos horas ha continuado. Se ha dado cuenta de que Federico y su bigotón no están a la altura y no le ha mandado a la mierda pero lo ha puesto en barbecho, ahora no le hace falta, es feliz y, como todavía hace sol, sigue llevando su sombrerito.