Stefan Zweig (1881-1942) poseyó de un modo excepcional el don del narrador, ese don consistente en saber arrancar de la más trivial y trillada historia, por poco original que resulte su punto de partida, una narración desbordante de belleza y de elegancia. En este sentido no resulta extraño que en su tiempo, y todavía hoy, Zweig gozara de la mayor reputación como biógrafo de los grandes protagonistas de la historia, entre ellos María Antonieta, Fouché, Erasmo, Dostoievsky o Montaigne: ciertamente, escarbar en la aridez de toda una vida (porque la vida es a menudo árida, incluso para los hombres ilustres) y encontrar, en su profundidad, los vestigios de la tragedia humana, la esencia de un destino particular e insalvable, es una empresa reservada a muy pocos escritores, y Zweig la supo cumplir mejor que nadie.
Con todo, conviene no dejar que, como ha pasado con demasiada frecuencia, su faceta de biógrafo nos oculte la originalísima voz que poseía como narrador, a la que debemos piezas tan rotundas y brillantes como Carta de una desconocida, la perfecta Novela de ajedrez o bien la que ahora nos ocupa, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, para citar solo algunos títulos de entre su extensa producción. Todas ellas son obras breves, casi cuentos, conducidas con una prosa austera y equilibrada, despojada de ornamentos superfluos o aditamentos innecesarios. El propio Zweig reconocía que esta forma de escribir respondía a un vicio que él mismo tenía como lector, a saber: la impaciencia. La necesidad de precipitarse desde la primera línea, como en un torbellino, hacia la última, de ser absorbido (pero sin efusiones románticas, a pesar de todo) por el juego de pasiones y pensamientos que recorren las páginas de un libro, era para Zweig una condición necesaria de la buena literatura, y él mismo supo dejarse guiar por ese instinto a la hora de escribir sus obras; y lo hizo, cabe decir, con muy buena fortuna.
Zweig nació el año 1881 en Viena, hijo de una acaudalada familia judía; judía, como él mismo decía, únicamente por una casualidad de nacimiento, por lo que la religión nunca jugaría un papel especialmente significativo en su vida. Pasó su infancia y su juventud, pues, rodeado de la crème intelectual de la Austria del cambio de siglo, en lo que él mismo denominaba, en sus memorias intituladas El mundo de ayer, la «Edad de Oro de la seguridad»: un mundo plenamente burgués, convencido de sí mismo y desapasionado; un mundo de hombres gruesos y de barba entrecana, donde el optimismo y el sueño de una Europa cosmopolita era todavía un ideal tangible. En aquella época, Zweig se doctoró en Filosofía por la Universidad de Viena, y se rodeó allí de la más exquisita vanguardia vienesa, en un ambiente cultural en plena efervescencia que difícilmente volverá a repetirse jamás.
Claro que entonces llegó la Gran Guerra, y con ella el fin del sueño burgués. En efecto, la Primera Guerra Mundial puso al descubierto los numerosos odios y rencillas ocultas bajo la epidermis de Europa a lo largo de generaciones, y que en pocos años estallaron en forma de nacionalismos acérrimos y políticas demagógicas, llevando el mundo hacia aquel abismo de horror que fue la primera mitad del S.XX (cuyas secuelas perduran, lamentablemente, todavía hoy). Durante la Gran Guerra, después de haber servido brevemente en el ejército austríaco, Zweig, convencido antibelicista gracias a la influencia de su amigo Romain Rolland, decidió exiliarse a Suiza, donde ejerció de corresponsal hasta el final de la guerra. El armisticio del 18 le permitió regresar a Austria, donde residió (salvo por sus numerosos viajes) hasta el ascenso del nazismo y las primeras persecuciones antisemitas, en 1934, momento en el que decidió emigrar a Londres. En 1941 se estableció definitivamente en Brazil, donde, persuadido de la victoria del nazismo y de lo que el sentía (sin equivocarse demasiado) como el fin de la gran cultura europea, se suicidó, junto a su segunda esposa, el 22 de febrero de 1942.
Evidentemente, la literatura de Zweig, como todo el arte judío (“arte depravado”, lo llamaban), había sido prohibida en la Alemania nazi. No obstante, incluso después de levantada la prohibición, la obra de Zweig fue quedando paulatinamente en un segundo plano, olvidada en muchos casos, y del notable éxito que logró en vida apenas quedó un destello. Por fortuna, en los últimos años parece que ha habido una progresiva recuperación de su trabajo y de su figura. En España, concretamente, Acantilado y otras editoriales están reeditando sus principales escritos con un empeño loable. Y lo realmente curioso es que la obra de Zweig resulta hoy mucho más actual de lo que jamás habríamos sospechado: toda ella emana, en efecto, un aura de tolerancia, de exquisitez y de elegancia que demuestran qué cumbres pudo alcanzar una vez el sueño de la cultura. Y debemos estarle agradecidos a Zweig por ello.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer constituye una de las mejores muestras del talento de Zweig. Es, a pesar de su brevedad, una novela perfectamente estructurada y articulada, manejada con un estilo admirable que oculta, bajo su sencilla fluidez, la mano maestra de un auténtico escritor. El argumento, cierto, no resulta especialmente original; de hecho podríamos encontrar, tanto en el S.XIX como a principios del XX, innumerables relatos, muchos de ellos mediocres, con un planteamiento similar. Es sin embargo la habilidad de Zweig, lo que antes llamamos el don del narrador, la que convierte esta obra en una pieza única y hermosa, lírica y refinada, exenta de toda afectación superflua. La sobriedad del estilo se aúna en ella con un profundo conocimiento de la psicología humana (especialmente la femenina, que el autor supo siempre retratar con suma elegancia) y con un gran dominio de los recursos narrativos, que convierten a Zweig en el referente literario que indudablemente es.
El punto de arranque de la historia, como decíamos, no se aleja demasiado de la tradición literaria más inmediata: la tranquilidad de los burgueses aposentados en un hotel cerca de Montecarlo se verá turbada cuando una de las huéspedes, Mme. Henriette, mujer de un comerciante y madre de dos niñas, dama exquisita y discreta, se de a la fuga con un atractivo joven que acababa de conocer apenas veinticuatro horas antes. Puesto que la naturaleza humana es dada al chismorreo, los otros huéspedes no tardarán en hacerse eco de la noticia e inmediatamente a reprochar, de acuerdo con la moral burguesa, la acción de Mme. Henriette. La controversia surgirá, sin embargo, cuando el narrador decida defender, frente a las críticas de sus contertulianos, el honor de la dama, sosteniendo que el modo en que esta obró demuestra en realidad mayor franqueza y valor que el de aquellas mujeres que se someten a pesar suyo a una vida de hastío y de miseria. La cuestión, entonces, queda planteada en los términos siguientes: ¿pueden ser bastantes veinticuatro horas para que una mujer honesta descubra dentro de sí, más allá de todas las estrictas convenciones sociales, un destello de vida, y se aboque a él como el único camino acorde con su destino? ¿Merece por ello realmente el oprobio?
La discusión, sin bien breve, resultará ser suficiente, no obstante, para remover los recuerdos de una distinguida anciana aposentada en el hotel, quien pedirá al narrador relatarle, como a un confesor, ciertos acontecimientos de su vida pasada. Su historia, como no podía ser de otra forma, tendrá por eje la pregunta anterior, para mostrar en definitiva que veinticuatro horas son ciertamente suficientes para llevar a una mujer distinguida a abocarse a una pasión más allá de las normas sociales, y a replantearse radicalmente los términos de su propia vida.
Como puede verse, el argumento, si bien sencillo, sabe plantear cuestiones para nada banales en aquella época, ni tampoco en la nuestra. Entre los diversos méritos de Zweig, destaca el de haber reflexionado, como pocos autores lo han hecho, sobre el papel de la mujer en la sociedad, y de dotarla, arrancándola del rígido corsé burgués, de una entidad psicológica y de sexual de la que tradicionalmente se la había querido privar. La sutil sexualidad que aparece en Zweig no es, desde luego, la sexualidad pusilánime de las mujeres perdidas, tal como se las retrataba usualmente, que han olvidado su función social, sino una sexualidad libre, espontánea y natural, que lleva en sí no la vergüenza, sino la dignidad y la franqueza.
Por lo demás, los personajes que dibuja el autor están, como siempre, dotados de una humanidad palpable. Los retratos que Zweig hace de ellos, bien sea en sus descripciones, bien a través de la narración de sus actos, dibujan seres llenos de vida y de pliegues emocionales que contrastan en un logrado efecto de luces y de sombras. Por lo que a este punto se refiere, Veinticuatro horas en la vida de una mujer recoge algunos pasajes que muestran a Zweig en la plenitud de sus facultades, como el asombroso pasaje del casino, o el no menos magistral donde se relata el encuentro carnal de la mujer con un hombre prácticamente desconocido.
No me queda, pues, nada más sino aconsejarles que lean a Zweig, si no lo han hecho ya; este libro u otro, tanto da, pues todos ellos muestran, a pesar de los defectos propios de cualquier escritor, la huella de un talento fuera de lo común y de una personalidad marcadamente singular, llena de luz y de fuerza. Y, lo más importante, no se dejen engañar por el tamaño de sus libros o por su aparente sencillez: porque apenas 100 páginas de Zweig esconderán siempre más literatura de la que un espíritu ingenuo habría sospechado jamás encontrar allí.